Obama en campaña
A pocos días de que comience, en el estado de Iowa, el furor de la campaña presidencial norteamericana (con las asambleas que elegirán a los candidatos republicano y demócrata), Barack Obama se ha presentado al Congreso para dar su último discurso ‘sobre el estado de la Unión’. Es decir, sobre cómo va su país en el último año en el que le toca gobernarlo. Lo ha hecho en tono de despedida, pero al mismo tiempo evidenciando que quiere dejar un legado.
Todo presidente quiere hacer lo mismo, para no convertirse luego en un recuerdo opaco en los libros de historia. En el caso de Obama probablemente haya algo más: lo que ha dicho no pretende solamente dejar contentos a sus partidarios, o apaciguar a sus detractores; ha intentado, más bien, expresar que lo vivido con él, a lo largo de 8 años, ha sido un tiempo que, más allá de los cabes y de sus propios desatinos, fue de cambio, de una mínima transformación.
Hasta llegó a decir que, si se quiere una “mejor política”, se tiene que “cambiar el sistema”. Por supuesto, dicha frase no es un alegato iconoclasta o un guiño a los muchachos de Occupy Wall Street. Pero sí una forma de decir que él no quería más de lo mismo, que se propuso ser distinto, y que quiere que su sucesor(a) sea alguien que recoja el guante y siga abriendo trocha. De allí sus dardos, velados y a la vez bien teledirigidos, contra el alucinado archimillonario Donald Trump.
En cierto modo, la presencia vitriólica de Trump ayuda al primer presidente afroamericano que conoció el ‘gran país del norte’ a hacer más visible la diferencia que procuró establecer. Si Trump no estuviera allí, sus palabras sobre la inmigración, sobre la lucha contra el Estado Islámico, sobre la diversidad estadounidense tendrían quizás menos eco. Serían parte de un consenso básico, que ahora más bien está agitado por el delirante discurso republicano.
“Necesitamos rechazar cualquier política que ataque a las personas por motivos de raza o religión”, dijo el mandatario. Ya está, toma Trump. “Conforme crece la frustración habrá voces urgiéndonos a volver a las tribus”. Listo, escucha, pedazo de cavernario. Ocho años después, Obama no ha perdido la elegancia y sigue apuntando bien, aunque hay que preguntarse si, además de la involuntaria ayuda de su chirriante enemigo, realmente tiene logros que exhibir.
En materia de política exterior, por ejemplo, su golf (deporte que le encanta) ha sido complicado. Dio en el hoyo con el acuerdo con Irán, con el restablecimiento de relaciones con Cuba, con el ataque final contra Osama bin Laden, aun cuando en medio de la presunta gloria de este episodio se haya ignorado sin rubor estándares elementales de derechos humanos. Los dos primeros logros se los pueden objetar los republicanos, o cualquier conservador gringo, el último no.
En lo que sí parece haber más acuerdo es en que las consecuencias del extraviado ajedrez, político y militar, propiciado en Irak por George W. Bush no pudo ser cerrado hábilmente por Obama. “ Tampoco podemos- dijo el presidente en su alocución- intentar hacernos cargo y reconstruir cada país que entre en crisis”. El descalabro está allí, lo mismo que en Afganistán, mientras la cárcel de Guantánamo permanece abierta y cerrada al entendimiento del mundo.
Hay el propósito de cerrarla en este último año, así como de derribar el muro del embargo contra Cuba. Audacia es el juego: si consigue ambas cosas, es posible que siga recibiendo más apaleos de la caterva republicana, solo que pasará a la Historia. Nadie podrá dejar de recordarlo, sobre todo por lo segundo, que muy probablemente con el paso del tiempo se convertirá en algo así como el voto femenino o las leyes anti-segregación: algo que no tuvo por qué esperar tanto.
Obama, para los estándares más izquierdistas del planeta, no es precisamente un hombre ‘progresista’. Máxime si -a pesar de llevar el Premio Nobel de la Paz encima- su impronta bélica ha sido distinta a la de Bush pero no irrelevante. Sin embargo, para los parámetros norteamericanos sí lo es. Más aún: lo es demasiado. Todavía hay un grupo, en descenso aunque persistente, de ciudadanos que no aceptan el matrimonio igualitario y otras cosas con las que él concuerda.
No aceptan, incluso, a un presidente afroamericano, algo que pude comprobar cuando, en el 2008, presencié la primera campaña del presidente hoy de salida. En San Diego, recuerdo claramente a una suerte de comando de los ‘Minutemen’ (‘Hombres del minuto’, reciclados en el 2005 para rechazar a los inmigrantes) que lo rechazaba con furia, junto a un frente modoso de damas archiconservadoras que lo tildaban de ‘abortista’. Hoy gente de Trump, con seguridad.
Otro aspecto en el que Obama podría hacer la diferencia histórica –ya la hizo en realidad- es en materia de cambio climático. Dentro del esquema esperable para un mandatario norteamericano, se lo ha tomado en serio. Ha participado del acuerdo conquistado en la COP 21 de París, ha mencionado el tema en este discurso al Congreso. Está en su agenda y forma parte, a mis ojos, de lo que un presidente ‘progresista’ en Estados Unidos puede permitirse sin excesivos baches.
Ciertamente, desde las cavernas de su propio país se seguirá diciendo que se trata de un mito, que la teoría de la evolución es una cojudez o que son cosas de un comunista pro musulmán infiltrado en la presidencia. Con todo, que ese asunto haya llegado no sólo a la Casa Blanca sino a un discurso de final de mandato es notable. Los que vengan, salvo que quieran parecerse más a un Pitecantropus que a un hombre, no podrán ignorar este camino trazado por el demócrata.
En otros aspectos, como la economía y la seguridad, los matices son menos notorios entre un republicano y un demócrata (aunque si llega Trump, cosa poco probable, el reloj correría para atrás). Ningún presidente estadounidense dirá que ISIS lo atemoriza, o que no quiere que sus ciudadanos ganen más. Obama en eso es más “convencional”, pues si bien se permite críticas a las grandes corporaciones, durante su mandato no movió mucho los pilares del edificio social.
No será olvidado, en modo alguno. El solo hecho de que haya llegado a la presidencia con su nombre musulmán y su piel oscura fue una revolución, que más difícilmente iba a llegar al plano de la política. Cuando comienza su etapa final, su lucha no parece ser por el ‘hope’, el ‘change’, sino simplemente por el ‘don’t forget’, por no retroceder frente a lo que él creyó que sería una nueva etapa para su país, al que exageradamente considera “el mejor del mundo”.
Atrás viene Hillary, que es la inminente candidata demócrata, y algún dinosaurio republicano. Cuando se desate la lucha por la presidencia, lo más probable es que la figura de Obama crezca, a la luz de sus logros, o de sus errores, pero como un referente inevitable para un momento en el cual Estados Unidos puede dar un paso más hacia cierta modernidad o retornar a una niebla casi oscurantista, que no se corresponde con su actual composición étnica, social, política y cultural.