#ElPerúQueQueremos

Obama al final de una reunión con periodistas latinos en chicago, en el 2008, cuando era candidato por primer a vezfoto: ramiro escobar

Adiós Obama, adiós...

Se despide en Lima el primer presidente afroamericano de Estados Unidos, y deja atrás legado un legado complejo, discutible, pero innegablemente histórico...

Publicado: 2016-11-20

Obama habla en la PUCP y dice que no anticipa grandes cambios en la política de Estados Unidos hacia América Latina. Obama afirma que la democracia es mucho más que las elecciones, porque también implica una prensa libre y la defensa de las minorías. Obama se cruza con Vladimir Putin y le recuerda que hay que respetar los acuerdos sobre Ucrania, y buscar opciones para aliviar el sufrimiento del pueblo sirio. Obama cruza Lima en su auto blindado…

Ese es el Barack Hussein Obama que no veremos más en otro país. Es su último viaje al exterior y, por lo tanto, ya no recorrerá otra capital extranjera en su súper vehículo presidencial, ni juntará a decenas de jóvenes en un recinto para, desde su investidura alta y poderosa, hablarles de lo que cree. Si en adelante lo hace, y se remanga la camisa, lo hará como un ciudadano más, que a partir del 20 de enero del 2017 volverá al llano con mucho que contar.

No ha sido, para nada, un presidente o un personaje irrelevante. Al verlo ahora lleno de canas, pero con una energía similar, recuerdo un episodio que presencié en San Diego, California en el año 2008. El entonces candidato a la Casa Blanca se encontraba adentro de un inmenso auditorio, hablándole a un colectivo hispano denominado ‘La Raza’, mientras en las calles dos pequeñas multitudes se dedicaban, simultáneamente, a vitorearlo y a vilipendiarlo.

En un lado estaban un grupo de red necks ('cuellos rojo"), con pinta de poquísimos amigos. Uno de ellos llevaba un cartel donde había dibujado un niño orinándose sobre un inmigrante. Un poco más allá, un grupo de señoras más bien modositas alzaban otros letreros, en los que acusaban a Obama de ser “pro-aborto”. A metros de distancia, un literalmente variopinto grupo de afroamericanos, latinos, asiáticos y jóvenes blancos lo vivaban con un entusiasmo militante.

La foto-memoria de ese trance me ha acompañado durante estos ocho años, sobre todo desde que, finalmente, vi a ese hombre de rasgos afros tenues (alguien lo llamó un ‘negro blanco’ porque su madre era de tez clara y porque nunca vivió en un barrio bravo) llegar al Poder. Antes lo vi también en Chicago, en el fragor de su campaña, y siempre tuve la impresión de que iba a marcar un giro en ese Estados Unidos tan signado –a sangre, fuego y lágrimas- por el racismo.

Lo hizo, aunque obviamente pagando costos sociales y políticos, e incumpliendo más de una promesa. El hombre nacido en Hawai en 1961, de padre keniano y nombre musulmán, no logró hacer la revolución social que quizás imaginaba; no pudo tampoco cerrar la brecha entre las etnias diversas que todavía se trenzan en su país, ni cancelar la escandalosa prisión de Guantánamo, una de sus más emblemáticas promesas de campaña. Ni hacer de su país una potencia blanda.

No lo quería, probablemente, aun cuando en su libro ‘La audacia de la esperanza’ (cuya lectura recomiendo a quienes pontifican o maldicen a Obama sin conocer su origen y sus ideas) sostiene que Estados Unidos debe mantener su hegemonía basado más en la diplomacia que en las armas. Asimismo, que debía tener aliados estables y que si se hacía necesario recurrir a la fuerza bélica era mejor proceder de manera multilateral. Es más o menos lo que ha hecho en sus dos períodos.

Salió de Irak, pero dejó una fuerza militar de asesoría. Se mantiene en Afganistán, con drones (que él mismo cuestionó en algún momento) y marines, aunque sin llegar a convertirlo en un Vietnam. Apoyó los ataques contra Libia pero sin liderarlos directamente, como seguramente hubiera hecho su impresentable antecesor, George W. Bush. Hizo algo parecido en Siria, al alimentar a la oposición armada, pero sin convertirse en la fuerza de ocupación dominante.

Quienes ahora lo empaquetan, sin contemplaciones, en el traje de “halcón”, y lo ponen casi al nivel de los Bush o de Donald Rumsfeld tal vez no comprenden una diferencia fundamental: no tenía todo el poder para hacer lo que, acaso en el fondo y por su talante liberal, hubiera querido. El Congreso, en sus dos cámaras, fue republicano en la mayoría de sus dos mandatos, y le puso cabe siempre que pudo. Entre otras cosas, para que no cierre Guantánamo.

Basta ver un capítulo de la serie ‘House of Cards’ para dejarse de ingenuidades y creer que un presidente lo puede todo, o que las élites dominantes del norte del río Grande se conducen con limpieza. Obama ha tenido que moverse todos estos años en esas aguas agitadas, en esos pasadizos resbalosos, de cara a su gente y al mundo, con un Premio Nobel de la Paz encima. No es una paloma, en modo alguno, pero está bastante distante de ser solo un águila despiadada.

En su mismo partido, no le daban tregua. La propia Hillary Clinton fue, en todo este tiempo, una ficha que tiraba hacia un lado más conservador, o tradicional, de la política norteamericana. No, no debieron darle el Nobel, era demasiado; no debió recibirlo, sobre todo porque como él mismo dijo la guerra en algún momento era un hecho inevitable. Aún así, ponerlo en la lista de personajes terribles del siglo XX es alinearse con sus archienemigos irracionales e interesados.

Los medios rusos e iraníes, por ejemplo, que se han pasado estos años levantando esa bandera, como si sus líderes tuvieran una mejor performance ante el mundo. Si alguna izquierda quiere ir en esa línea, es su derecho, solo que el costo es no ver el panorama en el que se movió este animal político complejo, a quien el mismísimo comandante Raúl Castro, con la anuencia de Fidel obviamente y a pesar de las filípicas antimperialistas de este, llamó “un hombre honesto”.

Porque Obama ha tenido todo eso en este lapso crucial: ha cometido errores, se ha alineado en algunas etapas con lo más criticable del establishment estadounidense (no sólo por sus acciones bélicas sino, también, por salvarle el pellejo a algunos bancos), pero a la vez ha empujado lo que consideró posible. La “normalización” de las relaciones con Cuba y el acuerdo nuclear con Irán son quizás las decisiones más emblemáticas de su real politik puesta del lado ‘progresista’.

Su programa de salud que tiende a lo universal, el llamado ‘Obamacare’, también y además es algo sumamente audaz en una tierra caracterizada por el sálvese quien tenga. Si ahora Donald Trump quiere destrozarlo, o amenguarlo, tendrá que plantarle cara a millones de personas que, por fin, conocieron un servicio de salud que no los esquilmara. Sus palabras sobres las mujeres, repetidas en la PUCP, o sobre los homosexuales, deben figurar igualmente en su currículum.

Obama, por añadidura, lloró más de una vez en público siendo presidente. Una de esas ocasiones fue en enero de este año, al presentar su propuesta para un mayor control de armas, luego de varios tiroteos en los que murieron incluso niños. Ese gesto lo hizo más real, más humanamente cercano que la mayoría de políticos, norteamericanos y de otros lugares. No parecían lágrimas artificiales sino el gesto de un individuo que tuvo que ver, en su gestión, tantas desgracias.

No resulta casual, por último, que en sus años presidenciales hayan abundado los incidentes raciales, las muertes de afroamericanos a manos de policías, todos hechos que deben haberlo herido mucho interiormente. Él, que de pronto representaba la esperanza de un cambio, el fin de esos tiempos malditos, tuvo que presenciar esa ola de insanía que acaso expresaba parte de la locura habitual que ronda en algunas ciudades norteamericanas, al son de armas y furias.

Cuando en el 2008 cubría su campaña presidencial, un profesor de la Universidad de Indiana, blanco para más señas, me dijo, con acento gringo: “Obama es el negro adecuado, en el momento adecuado; pero no dudes que muchas personas no podrán soportar esto y el racismo probablemente se active”. Bueno, pues, pasaron ocho años y Estados Unidos se bancó a un presidente afroamericano en dos mandatos, a pesar de las resistencias o la rabia de algunos.

Como la de aquellos que en San Diego lo pifiaban y condenaban, al punto que casi hay un enfrentamiento, que tuvo que ser contenido con policías blancos para los blancos y con policías negros para los negros. Ese país tan poderoso, tan influyente, le va diciendo adiós a su presidente inusual, que paró la economía como pudo, que le limpió un poco la imagen a nivel internacional (solo un poco), que derrumbó el mito de que de un afroamericano no podía llegar nunca tan alto.

Hemos podido ver en Lima uno de sus últimos actos globales, el capítulo de cierre de sus paseos por otros países, donde lo alaban y lo condenan (en Lima hubo algunas protestas). Lo hemos escuchado hablar informalmente, con la habilidad corporal y verbal que lo caracteriza. No es un hombre perfecto, ni mucho menos un arquitecto de la paz. Pero creo que la historia lo absolverá, por el solo hecho de haberle demostrado al mundo que el color de la piel era algo relativo.


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

Kaleidospropio

Sobre el mundo, la vida y nuestra especie