¿Quién define el partido en Venezuela?
El atormentado país se hunde en la desesperación. Es muy difícil decir cuál será el desenlace, pero hay algunos rastros que seguir en medio del caos...
¿Quién tiene la llave para abrir la puerta hacia una salida democrática en Venezuela? Es difícil saberlo, pero sí se pueden atisbar las razones por las cuales el país permanece en un limbo pernicioso, que puede durar días, meses, o incluso años, aun cuando la población siga ovillándose en la angustia cada día. La incertidumbre está, de momento, ganando la batalla. Y la tensión puede terminar prendiendo mechas incontrolables.
El primer factor, por supuesto, es el militar. Nada cambiará, sustancialmente, si eso no se mueve. Vladimir Padrino, el ministro de Defensa, ya salió junto con su plana mayor a respaldar a Nicolás Maduro. Ha dicho que se fragua un golpe de Estado y que no reconocen a Juan Guaidó, el incierto presidente interino. Ocho jefes militares más, de distintas regiones, se han pronunciado en el mismo sentido, por lo que la esperada reacción en cadena no aparece en el cielo de lo posible.
Era esperable. Las fuerzas armadas son parte de la estructura del poder, hace años, desde que el ‘Comandante’ original ejercía la presidencia. Ocupan cargos públicos, o puestos claves, como el reparto de alimentos. No están, sobre todo los altos mandos, en el eslabón más golpeado por la crisis. Esa es la razón por la cual los brotes de insurrección han sido protagonizados por oficiales de rango medio.
Los pocos de alto grado que lo han intentado terminaron detenidos (habría más de 100 militares en las prisiones del madurismo). Además, si en algún momento hubiera un movimiento de ese tipo tal vez no ganaría la batalla y el régimen se endurecería más. El trance podría tener un costo social, fatal, altísimo. La única posibilidad, remota pero no descartable, es que ocurra algo similar a lo de Egipto en el 2011, cuando más de un oficial decidió ponerse al lado de los manifestantes.
La opción de la intervención extranjera, desde Estados Unidos u otro país, es también descaminada.Volveríamos como por un tubo lamentable a esos años de las intervenciones armadas promovidas por la Casa Blanca, en un tiempo en que ni el Derecho Internacional, ni el sentido común político, lo tornan aceptable. ¿Por qué tendríamos que volver, sin escalas, a un remedo de la 'Guerra Fría' de antes ?
Esta se acabó, pero ha rebrotado en formas sutiles, no explosivas. De allí que este penoso bloqudo también esté ligado a un juego de ajedrez geopolítico. Donald Trump reconoce a Guaidó, Vladimir Putin no, abierta y agresivamente. China tampoco, quizás pensando en los millones de dólares que, por adelantado, pagó por un petróleo venezolano que le resulta vital. Varios países del mundo, y de América Latina, han rechazado a Maduro. Pero no son todos, ni siquiera la mayoría. Solo unos cuantos, que presionan pero no definen.
Entre ellos hay presencias importantes, como la de Canadá, que a pesar de ello no está en la frecuencia casi guerrera de Trump. Los países europeos, por la falta de cohesión, han dejado la puerta entreabierta para una posible negociación, acaso sabedores de que propiciar un cargamontón sería bailar al ritmo que quiere imponer Trump, algo que los descolocaría en el escenario internacional.
Queda la calle, la heroica calle, esa que no ha desmayado en los últimos años y que ahora no está rebasada solo por los clásicos dirigentes de la oposición. Las protestas –entiéndanlo bien quienes creen que es la ‘ultraderecha’ la única que mueve los hilos- ahora ya bajan de los cerros, de los barrios pretendidamente fieles a Chávez. Los comandantes que han convocado a las manifestaciones son el hambre, la precariedad, el no saber si uno puede morir porque faltó un medicamento que la semana pasada sí estaba.
Guaidó ha catalizado ese sentimiento, pero cometería un error si cree que él es el hombre providencial, el salvador de las masas. Encarna ahora la esperanza de los desesperados, pero el móvil de esta inmensa ola que Maduro parece ver como un tumbo está en la piel de los desposeídos, en el sudor de los que buscan comida decente. La Mesa de la Unidad Democrática (MUD) es la columna política principal de la oposición, pero ya no tiene el monopolio de la ola de protesta.
La situación no demanda maximalismos, ni mesianismos. Si requiere contundencia y permanencia. Ni el más grande tirano puede resistir una presión incansable, como lo supo bien Hosni Mubarak, antes de dimitir. O el propio Alberto Fujimori entre nosotros. Maduro no es Allende, en modo alguno, y más bien tendría que asumir que es esa masa de desesperados la que quiere abrir las grandes alamedas que él trata de cerrar a punta de lacrimógenas.
El himno venezolano alude al “bravo pueblo” y tal vez eso sea premonitorio, pero conducirá a otro proceso sólo si también se mueven las pieza diplomática. A los diplomáticos les toca ser cautos, hilar fino, no ceder en lo no negociable (los derechos humanos, por ejemplo) y sobre todo mostrar autonomía e inteligencia.
Sería penoso que, a estas alturas del siglo XXI, América Latina no sepa construir una opción sin sujetarse a los designios de Washington. Una opción como la del Grupo Contadora en los años 80 del siglo pasado, que logró disolver el estado de guerra que se vivía en Centroamérica. Lo hizo al margen, y en cierto modo a costa de la cólera de Estados Unidos. Es lo que ahora correspondería. Allanarse a la política intervencionista, casi guerrerista de Trump, sería un despropósito.
Maduro no quiere renunciar, se empecina en seguir con su proyecto naufragado. Levanta argumentos absurdos e ignora que los venezolanos, y la comunidad internacional, tienen ojos y memoria como para saber que él mismo ha vulnerado la Constitución. Si tuviera sentido de la Historia, se iría, más temprano que tarde. Pero ya que no quiere hacerlo tendremos que insistir en que, un día aciago, la propia marea social, la diplomacia y los caóticos acontecimientos lo convenzan de que su tiempo ya pasó, se agotó. Y de que ya no habrá viaje al futuro que lo salve.