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mural en richmond, virginia (EEUU). Foto: my modern met

La voz viva de los muros

Publicado: 2015-03-13

Hace unos meses, paseando en bicicleta por una zona popular de Bogotá, me encontré con un mural que me pareció conmovedor. Está en la calle 26 de la ciudad y es un homenaje a Jaime Garzón, un mítico humorista –además de abogado, periodista y activista por la paz-, quien murió asesinado cerca de ese lugar, por seis disparos malditos, un 13 de agosto 1999 al amanecer.

Después me enteré que en Colombia hay varios murales en recuerdo de este hombre magnífico, que hacía reír a la gente en medio del espanto, que ironizaba sobre el poder, y que se jugaba a fondo por voltear el perverso eje de la violencia política y social. Esa pared bendita lo recuerda además con una frase harto memorable: “Hasta aquí las sonrisas, ¡País de Mierda…!”

Fue parte de lo que dijo César Augusto Londoño, un compañero de trabajo de Garzón en una radio, al aire, cuando tuvo que anunciar su muerte; pero es a la vez una frase que retumbó en el alma de los colombianos. El mural está allí desde el 2012 y que, se sepa, ninguna autoridad ha querido borrarlo, a pesar de que lleva ese lema que acá quizás provocaría histerias amarillas.

Rebuscando en mi memoria, evoqué varias ciudades llenas de murales, clandestinos u oficiales, que colorean el paisaje urbano: Berlín, Barcelona, Sarajevo, Quito, Salvador de Bahía, París, Ramalá…En Amsterdam, recuerdo haber visto uno pintado en pleno Barrio Rojo, en protesta por la trata de personas, que dejaba una interrogante en medio la presunta libertad festiva del lugar.

Los murales, o incluso los grafitis, son generalmente la voz de quienes no pueden decir algo, públicamente o en la malla mediática. A veces son acogidos o promovidos por el Poder (en los barrios populares de Caracas, por ejemplo, son frecuentes los murales donde se ve al extinto presidente Hugo Chávez), aunque con frecuencia tienen un cierto carácter ‘subversivo’.

En otras palabras, revuelven, remecen, intentan dar vuelta a lo establecido, a lo tenido por normal y cotidiano. ¿Qué cosa es más anormal que pintar, de colores, con vuelos de la imaginación y con frases demoledoras, paredes destinadas a perderse en la uniformidad seca de una urbe? Por eso sorprenden, sobresaltan, nos sacan literalmente del cuadro. Hasta joden.

En el tumulto generado alrededor de la cacería de murales emprendida por Luis Castañeda, nuestro asombroso alcalde de Lima (¿no es sorprendente que haya sido elegido, por tercera vez, sin tener un plan claro de gobierno?), la sombra de la palabra ‘subversión’ también ha flotado. Debido a que el autor de una de estas pinturas presuntamente simpatizaba con MOVADEF.

Es decir, con el Movimiento por la Amnistía y los Derechos Fundamentales, un colectivo vinculado a Sendero Luminoso. Pero aun si eso se confirma y es una patinada del municipio anterior, la cruzada anti-murales del burgomaestre es delirante, exagerada, ciega inclusive. No distingue, demuele, avanza como una aplanadora sobre cualquier dibujo o fresco de la calle.

Deja la sensación de que no es la subversión terrorista lo único que lo perturba, como podría ocurrir con cualquiera de nosotros. No. Lo que, a él y a sus seguidores, parece molestarle es justamente la posibilidad de que la ciudad de las escaleras o las combis desatadas se voltee. Es decir que esa capital, que acaso imaginan plana y pintada de amarillo, sea multicolor, inquieta.

El único desorden que quedará tras esta razzia contra los murales es el del transporte, que no es nada artístico, sino mortal. El horizonte al que nos aproximamos, a este ritmo delirante, es al de una ciudad distante de esas otras grandes urbes que han sabido incorporar, dentro de la furiosa vida de sus calles y avenidas, esos paréntesis coloridos que, junto con los árboles, nos redimen.

Más aún: los murales alzan, asimismo, la voz contra las injusticias, traen la Historia al presente (basta ver los que hay dentro del Palacio Nacional de México), alertan sobre nuestros desvaríos. Arrasarlos es como apagar la voz de Jaime Garzón, o como silenciar el grito de los palestinos o saharauis en sus muros de angustia. Es convertir a Lima casi en un despintado cementerio.


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

Kaleidospropio

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