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foto; rodrigo arangua/afp/getty images

El Santo de América

Publicado: 2015-05-23

El Salvador ha vivido este sábado 23 de mayo del 2015 una fiesta, una celebración social y religiosa, un ritual conmovedor pocas veces antes visto en este país y en nuestra América. Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el obispo mártir, ha hecho ese milagro real que, en cierto modo, ha vuelto relativas las categorías ‘beato’ o ‘santo’, que a veces se miden con la vara imposible de una cantidad de hechos sobrenaturales difícilmente probados.

En rigor, a Romero le faltaría un milagro adicional para pasar de su flamante beatificación a la canonización. Pero quizás no haga falta. A pesar de que más de un salvadoreño sostiene haber recibido una gracia tras invocarlo, su ‘santidad’ ya está aquí, entre nosotros, como un aura virtuosa que llega incluso a los extramuros del catolicismo. Son su sacrificio y su cercanía a los pobres lo que cuenta, lo que lo hace de él un hombre eterno y entrañable.

Como hoy se ha recordado en San Salvador –en medio de una ceremonia multitudinaria- y en varios lugares del planeta, el legendario arzobispo murió asesinado un 24 de marzo de 1980 por comandos de ultraderecha, en medio de una incipiente guerra civil. El disparo asesino le cayó al atardecer de ese día, en plena misa, como cruel corolario de 3 años en los cuales habló claro, sin ambages y con coraje, contra la brutal represión que arrasaba su país.

Una represión que se había llevado la vida de cientos de personas, incluidos numerosos curas, entre ellos Rutilio Grande, un jesuita muy amigo suyo. Esa circunstancia al parecer movió en él una conversión algo inesperada e irreversible. El prelado tenido por ‘conservador’ en sus inicios (el Vaticano lo nombró para reemplazar a Luis Chávez, un arzobispo visto como ‘incómodo’ por el gobierno), de pronto fue alzando su voz de denuncia.

¿Podía haber hecho otra cosa? Seguramente sí, como que otros jerarcas católicos salvadoreños permanecieron callados, frente a una situación caracterizada por una sideral injusticia (14 familias controlaban la economía y la vida de 4 millones de personas) y un sistema político cerrado, perverso, que literalmente disparaba contra la oposición. Romero dijo no a todo eso, plantó cara a la situación y terminó dando su vida por los demás.

Consciente de la situación, convirtió sus homilías en un continuo clamor por los derechos humanos. Emitió cartas pastorales que iban en esa línea y, sobre todo, nunca perdió el vínculo con los más sufrientes. “El mundo de los pobres –dijo una vez en la Universidad Católica de Lovaina- nos enseña que la sublimidad del amor cristiano debe pasar por la imperante necesidad de la justicia para las mayorías y no debe rehuir la lucha honrada”.

Todo eso es lo elevó al reconocimiento público y global, como que es uno de los mártires del siglo XX cuya estatua se alza en la Abadía de Westminster de Londres (comunión anglicana). El arzobispo sencillo, consecuente es, además, alguien que creó un vínculo entre la Iglesia Católica y el mundo secular. En su vida encarnó un Cristianismo tangible, más creíble que creyente, como decía el abate Pierre, fundador de los traperos de Emaús.

Desgraciadamente, por eso lo mataron. Y tristemente la Iglesia Católica Romana oficial tardó en reconocerlo. Cuando la violencia asfixiaba a Romero y al pueblo salvadoreño, no lo escuchó, ni se compró su pleito con la profundidad evangélica que el momento requería. La crucial visita que hizo el arzobispo al Vaticano, para mostrarle a Juan Pablo II las pruebas de la crueldad desatada en El Salvador, terminó en un silencio desolador.

Aunque tres años después de la muerte de Romero el Papa Wojtyla se retractó, al romper el protocolo durante su visita a San Salvador y visitar la tumba del mártir, lo cierto es que esta agonía, esta gesta de un hombre inusual, se dio en el contexto de la Guerra Fría, en el que acaso el Vaticano medía sus pasos frente a la coyuntura. Al interior de la Iglesia había un hervor de corrientes, que no escapó a ese momento álgido de la Historia.

La teología de la liberación era una de ellas, con la que Romero se identificó no tanto por sus escritos sino por sus obras. No fue un gran autor, ni un teólogo profesional; más bien escribió con su vida la opción preferencial por los pobres, esa gran propuesta ahora asumida por el catolicismo oficial después de años de inútiles controversias. Esta beatificación, por eso, tiene cierto sabor a justicia poética. A reparación de una injusticia sin sentido.

El Papa Francisco parece haber percibido todo ese proceso, de manera más prístina que sus antecesores, y es así que ha llegado este día, apoteósico pero a la vez aterrizado en el corazón de los humildes. Aunque ha habido cierta controversia por el cariz grandioso de la celebración-hay quienes dicen que Romero no hubiera deseado eso-, es imposible no ver en ella la inmensa figura de este hombre gravitando sobre el pueblo con generosa voluntad.

Murió por los pobres, por los masacrados, por los olvidados. Entregó su vida hasta el martirio, por su fe y apoyado en un amor social que se erigió como un faro de verdad en medio de un escenario desgarrador que le exigía consecuencia. La tuvo y eso basta para que, más allá del título oficial de ‘beato’, ya sea considerado un hombre ejemplar, como pocos, al punto que ya desde hace unos años mucha gente lo llamaba “San Romero de América”.

En nuestra región, y en esta época sembrada de ignominia, estas figuras nos dan oxígeno moral, nos redimen. Escrivá de Balaguer necesitó apenas 17 años para convertirse en beato; San Martín de Porres, 193. Monseñor Óscar Arnulfo Romero, 35. Sin embargo, desde que fue victimado el gran ‘cura bueno’ de la canción de Rubén Blades ya era un referente. Un hombre que vivía en el altar interior de los ninguneados y justos de este mundo.


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

Kaleidospropio

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