El Papa de la gente
Una de las últimas estaciones de Jorge Mario Bergoglio, en su intensa gira por tres países sudamericanos (Ecuador, Bolivia, Paraguay), fue el penal de mujeres denominado El Buen Pastor, ubicado en Asunción. Escuchó unos cantos, besó un niño, pero no ingresó, como se pensaba, pues le habría dicho a sus acompañantes “No doy más”. Una semana de viaje, a raudo paso papal, terminaban con una gentil negativa que en verdad no desmerecía todo lo vivido.
Porque en esta semana que captó la atención religiosa, mediática, social y política dio bastante, más de lo que se pensaba quizás. No en términos físicos (aunque es notable que haya podido bajar de las punas al llano con relativa facilidad, y a su edad), sino en la clave de apuntar, con verbo y gestos, allí donde la gente, las masas –los pobres, sobre todo- esperaban que apunte. Si hay algo que ha marcado este periplo ha sido la clarísima opción de Francisco por los débiles.
Contra el sistema
Lo ha dicho en varias homilías y discursos, en los tres países visitados, y especialmente en el encuentro con los movimientos populares que sostuvo el viernes 10 en la ciudad boliviana de Santa Cruz . “Digamos NO a una economía de la exclusión e inequidad”. “La casa común de todos nosotros está siendo saqueada”. “El nuevo colonialismo adopta diversas fachadas”. “Queremos un cambio, un cambio real”. “Esta economía mata…”
En la últimas décadas, no ha habido Papa que no hable de estas cosas, que no denuncie la injusticia en varios tonos. Lo hicieron, a su estilo, Juan Pablo II y Benedicto XVI, y antes varios otros Pontífices. Pero Bergoglio suena más claro, más contundente. Y sobre todo más convincente. Convencen su claridad, su sinceridad, su misma austeridad. Al hablar en su idioma materno, además, ha tenido la ventaja del lenguaje común, de moverse en la misma atmósfera cultural.
Uno de sus grandes tópicos ha sido, sin duda, la inequidad. Lo ha repetido donde ha podido, pero, ojo, sin dejarlo en el terreno de la mera observación. Acaso haciendo un involuntario –o voluntario, no lo sabemos- homenaje al obispo brasileño Hélder Cámara ha hablado de la pobreza y la desigualdad levantando los por qués, denunciando los orígenes del abismo social que atenaza a América Latina y al mundo. En ocasiones sin demasiada anestesia política.
También en Bolivia, habló de un sistema “que ya no se aguanta”, que no lo toleran las comunidades, los campesinos, el pueblo. No es la primera vez que dice esto públicamente. En noviembre pasado, había utilizado casi las mismas palabras en una entrevista que concedió al diario español La Vanguardia. Pero ahora lo ha dicho en una plaza pública, con una gran cantidad de reflectores encima, ante miles de personas, desde el escenario del Poder.
Se diría que es un Papa que arriesga su verbo, que sabe dónde hacerlo, que procura no dar puntada sin hilo cada vez que se pronuncia. Cuando en medio de su viaje se refiere, sutil pero claramente, al diálogo entre Chile y Bolivia –a propósito de la controversia sobre el acceso al mar de este último país- teje fino pero fuerte. Al denunciar “el sistema” es consciente de que lo escuchan los poderosos y los débiles, los que definen la cancha y los que se quedan fuera de ella.
La teología del pueblo
Por eso, en la región más desigual del mundo, ha insistido en la desigualdad. Sin ponerse tan nebuloso en las explicaciones de por qué esta existe. No ha temido hablar del poder financiero, de la corrupción que gangrena, de la cultura del descarte, que aunque encierra un guiño a la polémica sobre el aborto se dirige sobre todo a ese mundo, a ese sistema, donde existen quienes no sirven, quienes pueden desaparecer de las estadísticas sin piedad alguna. Donde los números mandan.
Se ha referido a la concentración de medios como otra forma de colonialismo, un apunte que, claro, no será levantado en algunos territorios mediáticos, que preferirán poner las luces en otros temas. Todo ese verbo, sin embargo, dicho en el español de estas tierras, es demoledor, tumba dudas y, por cierto, pone en problemas a los propios sectores católicos más conservadores, que continuamente tratan de hacer malabares para afirmar que el Papa no dijo lo que dijo.
Convénzanse: Francisco no es un teólogo de la liberación, si eso los asusta, pero tampoco es un Pontífice que va a callar ante las graves injusticias de este tiempo, o las va a nublar con un lenguaje eclesial enrevesado. Es un Papa va a defender la fe de los católicos, va a citar a sus antecesores (lo ha hecho estos días con Juan Pablo II), no va mover mucho ciertas tradiciones. Tampoco va a aceptar el matrimonio gay. Aún así, todo lo que está diciendo o haciendo es distinto, es histórico.
Marca época y sustenta sus actos, al parecer, por una particular visión de la teología que en Argentina se denomina ‘teología popular’ o ‘teología del pueblo’. No es marxista, como tampoco lo era, en rigor, la teología de la liberación. Aunque sí es cercana al pueblo, entropado con él, para usar una frase del sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez. Bergoglio no se entiende sin ese vínculo, cercano, con los marginados.
Prédica global
Que en un episodio –memorable y bien calculado por el presidente Evo Morales- haya recibido una escultura que junta un crucifijo con la hoz y el martillo, hecha por un jesuita llamado Luis Espinal (asesinado en Bolivia por paramilitares), es algo que resulta anecdótico antes que controvertido. Más importante que la alarma o las iras santas, por ese momento o por la escultura, lo que importa es preguntarse qué pasa en el planeta con el sufrimiento humano.
Hasta el autor de esa imagen fue una víctima, como lo fueron tantas personas, pobres sobre todo, en esta región de desaparecidos o martirizados, por los grupos subversivos o por fuerzas del orden desviadas. Francisco ha venido a decirlo, con cierto desparpajo y sabedor de que su palabra influye y que tiene un eco inmenso, en el territorio católico y en todo el mundo. Parece que ha decidido echar una bendición Urbi et Orbi permanente, centrada en denunciar la injusticia global.