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Cruzar la frontera...

Publicado: 2015-08-30

Aunque nuestro mundo está sembrado de tragedias y desprecios, pocas veces en los últimos años hemos visto tal estallido de desgracias relacionadas con los refugiados, o con los migrantes de diverso tipo. Con esas personas –hombres, mujeres, niños, ancianos- que tienen que huir de su país, de su entrañable terruño, empujados por la pobreza, por la guerra, por la persecución. Con esos prójimos para los cuales, por ejemplo, da lo mismo cruzar el Mediterráneo en una patera, o arriesgarse a viajar en un camión frigorífico, en vez de caer fulminados por una bomba.

No hay palabras para describir lo ocurrido en Austria esta semana, tras el hallazgo de un vehículo -que normalmente se usa para llevar carne comestible- poblado de 71 seres humanos exánimes, muertos en su lucha por una vida ni siquiera mejor, solo menos terrible. Carne de nuestra carne casi podrida (se encontraron los cadáveres 48 horas después), extinguida en la pira de la actual crisis migratoria global, cuyos signos se sienten con más fuerza en Italia, Grecia, Hungría, Macedonia, Serbia o Alemania. Y algunos de cuyos signos asoman también en nuestra región.

Aun cuando lo ocurrido en la frontera de Colombia y Venezuela tiene otros orígenes (se trata de una migración que lleva décadas y proviene de las zonas colombianas golpeadas por la violencia), ha resultado ignominioso ver por acá también a cientos de personas echadas como perros, cargando sus colchones, sus roperos, sus hijos. Por supuesto, todos los países ricos o pobres, grandes y pequeños, tienen derecho a ejercer control territorial, para no convertirse en ‘fallidos’; tienen que luchar contra la inseguridad y velar por la estabilidad en sus fronteras.

Pero lo que se ve en las últimas semanas es un escándalo de proporciones que arrincona nuestra ética y nuestra inteligencia. Siria está produciendo refugiados a montones, debido a su violentísima guerra civil, que ya producido unos 250 mil muertos, y los países vecinos no saben qué hacer con esa inmensa masa de gentes que solo quieren salvarse. Líbano se desborda, pues ya tiene más de un millón de sirios en su seno, Jordania otros 600 mil y Turquía otros miles. Europa, a su vez, trata de contener el flujo que le llega desde la otra orilla del Mediterráneo.

¿Es solo una consecuencia de la crueldad lo que está ocurriendo? ¿O es literalmente imposible manejar esta crisis que sería una de las más grandes después de la II Guerra Mundial? No se puede decir que “no se está haciendo nada”, como nos encanta proclamar cuando una situación muestra sus escándalos mayores. Pero que Italia y Grecia se estén quejando de la insuficiente ayuda que les brindan los otros países de la Unión Europea (UE) es un síntoma de que las decisiones políticas no están en consonancia con la magnitud del drama de los refugiados.

Se puede entender que Grecia, sumida en otra tragedia, no sepa cómo contener la avalancha, solo que en un trance de este tipo se exigen medidas de urgencia, no compases de espera. Alemania, por iniciativa de Ángela Merkel, ha reaccionado –ningún refugiado que llegue a su territorio será devuelto- , aunque el problema es complejo y requiere acuerdos, políticas más claras, disposición del resto de países a brindar más acogida. Para ello es menester un talante humanitario, y unas medidas que lo hagan posible, pero también hacer un ejercicio de memoria.

Los europeos, especialmente luego de la última guerra mundial, fueron refugiados, por montones. Llegaron a Estados Unidos, a América Latina. Encontraron la salvación en nuestras tierras e hicieron su vida acá, a punta de coraje y persistencia. Esos sirios, o africanos, que ahora están clamando por entrar en sus fronteras, buscan más o menos lo mismo: hacerse de nuevo, no morir en el intento. Dejan con dolor y sin renunciar a los recuerdos su tierra natal, abrigan la esperanza de volver quizás, pero a la vez tienen la certeza de que deben estar en un lugar vivible.

Los ancestros de muchos nosotros fueron migrantes, incluso refugiados. El mundo entero, como bien ha señalado el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, se ha formado por las migraciones. Estados Unidos, país más poderoso, es una consecuencia de eso, visible y vigente; por lo mismo, no se entiende cómo, en este tiempo de tragedias migratorias por todos lados, un político esperpéntico como Donald Trump dispara sus delirios verbales contra los mexicanos, o contra otros forasteros, incluso olvidando que su propia familia migró desde Escocia.

Algunas personas se van a otras tierras por motivos económicos, por elección, por aventura. Otros, en cambio, por desesperación, como los sirios, libios o africanos subsaharianos. Si bien eso es lo que diferencia a un migrante de un refugiado (el primero no huye necesariamente de un conflicto sino que quiere una ‘vida mejor´), todo ese contingente de personas que se van, que cruzan una o varias fronteras, sufren. Unas en el viaje, hasta el punto de expirar en medio del desierto de Arizona, en una patera o en un camión. Otras siguen sufriendo en su propio destino.

Hace poco, se reportó un brote delincuencial llamado ‘caza de guatemaltecos’ en Florida, propiciado por jóvenes estadounidenses contra jóvenes provenientes de Guatemala. Marcelino López, un muchacho de 18 años fue una de las víctimas mortales, en junio pasado. En la frontera brasileña, ya se ha detectado la presencia de ‘coyotes’, que al estilo de los siniestros personajes que merodean por la frontera mexicano-norteamericana, tratan de hacer pasar haitianos desde Perú y Bolivia hacia el Estado del acre. Los abusos, incluso cometidos por peruanos, abundan.

En República Dominicana, están siendo expulsados haitianos que no han podido regularizar su situación, o hasta sus propios hijos, a pesar de haber nacido en suelo dominicano. En el estado venezolano de Táchira, muchos colombianos temen aún ser expulsados, casi sin miramientos. En Macedonia, la policía echó granadas aturdidoras para contener a los refugiados sirios. Y Hungría se ha construido una alambrada en su frontera con Serbia, para frenar la ola migratoria. No parece haber zona del planeta donde la hostilidad, la xenofobia o la simple torpeza no asomen.

En este vano intento por controlar las fronteras, que el ser humano por su propia condición biológica no conoce (desde que éramos homínidos nunca dejamos de movernos), vamos cruzando ya otros límites peligrosos. Estamos derribando ciertas barreras mínimas que nos impiden ser tan inhumanos, o al menos tan desprevenidos. No es posible que se hundan tantos barcos en el Mediterráneo, que se quiera ‘cazar’ a algunas personas por su nacionalidad, o que se extingan vidas dentro de un camión sin aire, por acción de traficantes de personas y desidia de las autoridades.

Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), los refugiados en el mundo son 57 millones. Un récord desde la II Guerra Mundial. De acuerdo al mismo organismo, solo 3.2% de la población del planeta vive en un país que no es el suyo. Cierto: Estados Unidos o Europa (31% de los migrantes) concentran a la mayoría, pues no hay quien no quiera vivir donde todavía hay cierta bonanza tangible. Aún así, el mundo no tiene por qué resultar tan estrecho, ni tan cruel. Y quizás no hay que ver el problema solo con un ojo.

Si todo esto ocurre es porque la sociedad humana sigue sembrada de abismos sociales. La igualdad no es la divisa de nuestra especie en esta época. El 20% de la población mundial consume el 80% de los recursos del planeta, también según la ONU. Además de eso, numerosos conflictos armados, la mayoría internos, asolan distintas partes de la comunidad global. Más de una decena, entre ellos el de Siria y el de Colombia. ¿Se le puede pedir a la gente que vive en medio de esas batallas, o del horror económico, que no intente preservar su vida a toda costa?


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

Kaleidospropio

Sobre el mundo, la vida y nuestra especie