La utopía más difícil
La negociación con las FARC, el acercamiento entre Estados Unidos y Cuba, o la salida de Bolivia al mar ponen a prueba nuestro sentido de la realidad. Lo utópico no tendría por qué ser lo perfecto, sino lo posible.
El gobierno colombiano y las FARC acuerdan, tragando saliva pero con determinación, entrar en la recta final hacia la firma de un acuerdo de paz. Bolivia logra que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) se declare competente para examinar la demanda que presentó, para que Chile negocié “de buena fe” con ella una salida soberana al mar. El Papa se pasea triunfalmente por Cuba y Estados Unidos, esos dos países que, hasta no hace mucho, casi no se podían ver.
En todas estas situaciones y otras más –por ejemplo, cómo Europa se pone de acuerdo para abrir o cerrar la puerta ante la ola de refugiados provenientes de Siria y otras naciones- han flotado las palabras “diálogo”, “reconciliación”, “acuerdo”. En toda esta marejada de acontecimientos que nos llenaron la canasta de noticias internacionales en la semana, viaja un deseo, utópico si se quiere, de que el mundo no sea tan cruel, ni nuestra especie tan desquiciada y obtusa.
Si, por citar el caso más penoso y violento, la guerrilla colombiana acepta, por fin, bajar sus armas y convertirse en un partido político, a Colombia no llegará la completa paz, pero sí un tiempo en el que, posiblemente, baje la intensidad de la violencia, ya que una de sus principales fuentes quedaría desactivada. Cuando cesen o amenguen –de parte de los herederos de ‘Tirofijo’y de los agentes del Estado- los secuestros o las masacres, habrá un aire menos turbado.
Algo parecido podrá decirse en el momento en que Chile se avenga -con ‘buena fe’ o el ceño fruncido, no importa- a otorgarle una salida al mar a Bolivia. En ese mágico instante, si es que ocurre, la herida soberana que el vecino país hoy llamado ‘altiplánico’ lleva en el alma se sentirá aliviada. Volverán, de pronto, los embajadores a ambos países, como ahora han retornado embajadores a Washington y La Habana, luego de más de medio siglo de bravatas inútiles.
Todo esto, por supuesto, sabe a “Utopía”, a esa isla feliz que Tomás Moro imaginó con sorna y en cierto modo para decirle a la sociedad de su tiempo que andaba en el desvarío. El ‘no lugar’ o el ‘lugar bueno’ (que eso significaría el término) fue inventado no para buscar desesperadamente la ‘perfección’ sino quizás para abrir el arco de las posibilidades humanas y encontrar, en ese espectro, un lugar posible. El propio Moro sabía que los humanos no éramos utopianos.
Desde que la obra se publicó, en el siglo XVI, la palabra de marras fue cobrando ciudadanía y dando pábulo a más de una aventura dislocada y a ideologías varias. En el intento de crear sociedades utópicas se cometieron innumerables crímenes, se destrozaron repúblicas y se aplastaron pueblos. Por eso, ha llegado a nuestros tiempos como sinónimo de algo irrealizable, ingenuo. Como un sueño de optimistas que no saben lo que son la vida y el alma humana.
Curiosamente, el anti-utópico viaja no solo hasta el desencanto, o el escepticismo, sino hasta el cinismo. Es el que dice que la paz nunca llegará a Colombia, pues esa negociación es una farsa; o el que cree, fervientemente, que los chilenos jamás de los jamases moverán un dedo para darle una salida marítima a Bolivia. O, incluso, el que piensa que lo de Estados Unidos y Cuba es otro monumental engaño, pues la CÍA, siempre lista, está detrás incluso de los hermanos Castro.
Todo eso, ciertamente, es posible. Pero quizás esa vocación fatalista, tan emparentada a veces con delirantes teorías de la conspiración, olvida que ni el mundo, ni la mente, ni la sociedad, ni las ideologías, ni los partidos, ni los Estados, y ni siquiera los políticos, pueden vivir en la eterna dicotomía. Por instalados que estén, el extremismo, la cerrazón o la intransigencia en algún momento pueden dejar exhaustos a sus promotores y defensores más cerriles y militantes.
Eso es lo que se percibe en las FARC, ese grupo armado que durante años se ha explicado el mundo únicamente a través de sus propios lentes. O en Estados Unidos que, muchos años después, se convenció de que estrangular a Cuba no tenía efecto alguno y además deterioraba su imagen en la escena global. En algún trance de la Historia, supongo, el Estado chileno se convencerá de que sus posturas territoriales maximalistas juegan en contra suya.
La verdadera utopía, sin embargo, no debería consistir en que todo sea ‘perfecto” o “bueno”. Lo más deseable, y lo más difícil a su vez, probablemente consista en encontrar ese lugar donde se convive a pesar del conflicto, donde lo ideal no es el nebuloso deseo sino la concreta experiencia de lo real. Desgañitarse o sufrir –o en ocasiones inclusive matar- para buscar la imposible armonía total puede ser el camino más directo hacia las tiranías de la peor laya.
De modo que todo esto que estamos viendo en estos días mínimamente esperanzadores no tendría por qué llamarnos a esa peligrosa ilusión de un mundo “más feliz”. Más bien expresan signos mínimos de cómo, en situaciones límite, o de desgaste histórico, lo único que queda es la palabra, la negociación. Esa “buena fe” que Bolivia le pide a Chile para negociar, apelando a un tribunal internacional, cuando hubiera sido mejor que eso se consiga vía la diplomacia.
La negociación colombiana, dicho sea no tan de paso, tiene en el medio ingredientes que causarán controversia, que pueden provocar la sensación de impunidad (penas bajas para delitos de lesa humanidad, amnistía para otros delitos). La deseada, utópica acaso, firma de la paz tiene ese u otros costos. Ojalá hubieran sido menores, aunque al otro lado lo que tenemos es al ex presidente Álvaro Uribe oponiéndose y tocando sin querer queriendo los tambores de guerra.
En esta época de agitada globalización, de matanzas teledirigidas, de guerras entre hermanos antes que entre países, ya deberíamos haber aprendido que nuestra utopía posible, nuestro lugar en el mundo, o nuestra aspiración a construir un lugar para todos, no pasa por la perfección. Está en algún sitio alejado de la perversidad o la candidez, moviéndose continuamente entre nuestra pobre pequeñez, pero a veces asomando cuando la propia realidad nos alecciona y nos aplasta.