Trompo venezolano
Finalmente, cercado por las circunstancias y los anaqueles vacíos, abrumado por el resultado de las últimas elecciones parlamentarias, Nicolás Maduro ha reconocido que Venezuela está en una severa crisis económica, que la ajocha la inflación, que la canasta básica corre el riesgo de declararse desierta. No ha sido precisamente heroico lo que ha hecho –si lo hubiera reconocido hace meses, sin los votos en contra, resultaría más respetable-, pero sí realista, inevitable.
Con por lo menos 141% de inflación anualizada reconocida por el propio Banco Central de Venezuela (BCV), a septiembre del 2015, no había alternativa, salvo que se quisiera engendrar un nuevo ‘Caracazo’, paradójicamente en tiempos de un gobierno que se ha pasado años criticando al régimen que generó ese estallido socio-económico (el de Carlos Andrés Pérez, en 1989). Pero la pregunta de rigor es si lo que se propone va a funcionar o solo alargar la agonía.
No se notan muchos cambios sustanciales pues, entre otras cosas, se quiere mantener el control de cambios y el papel estelar del Estado en la economía. Se habla de “los privados y los públicos” en los 11 puntos que ha delineado el chavismo para pasar del desastre a una “economía productiva”. Se apuesta, a su vez, por mantener los programas de vivienda y las Misiones, el mega-programa social del gobierno que incluye educación, atención médica, acceso a créditos.
Resolver este drama, desde afuera, solo crucificando al Estado bolivariano por su ineficiencia sería algo simplemente ineficaz, sino arbitrario. No, por supuesto que todo esto no se debe a la proclamada “guerra económica”, letanía que el gobierno ha levantado para ocultar los errores que ahora reconoce tardíamente. Sin embargo, ver este problema solo como un asunto de cifras, ofertas, demandas, números y curvas significaría, para el propio país, otro desastre.
El chavismo es un proyecto político-social basado en el clientelismo y en una figura fuertemente carismática que era el presidente Hugo Chávez. Por lo mismo, es una cultura, una forma de entender la sociedad, el país, el mundo acaso. De un modo fanático si se quiere, pero anclado en logros concretos que, a veces, los opositores también fanáticos no se molestan en reconocer: ofrecer –a quienes nunca o casi nunca la tuvieron- educación, salud, un lugar donde vivir.
En el 2005, la UNESCO, no Cuba, declaró a Venezuela “territorio libre de analfabetismo”. Asimismo, en los primeros años chavistas bajaron la mortalidad infantil, el coeficiente Gini (que mide la desigualdad en un país). La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) informó, en el 2013, que la pobreza en Venezuela se había ido de 29.5% a 23.9%, como parte de una tendencia que venía dándose desde años atrás. No es serio, por todo esto, afirmar que todo fue solo una desgracia.
Depende quién lo diga. Hace unos años, un taxista caraqueño me comentaba, en el largo viaje en el que sorteábamos los barrios inseguros, que con Chávez él había vuelto a estudiar, que tenía trabajo, que se sentía más persona. Todo eso es -o fue- real y alguien tan sensato como Henrique Capriles lo reconoció en una entrevista que sostuvimos en Lima, unos meses después de su controvertida derrota frente a Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales de abril del 2013.
El propio Capriles, no obstante, ahora sostiene que las cifras del BCV son falsas y que la gente no es tonta. No es complicado de entender qué ha pasado: el proyecto bolivariano, con la ausencia de Chávez y con los precios del petróleo en el piso (30 dólares el barril contra el triple en tiempos del ‘Comandante’), ya no funciona, ya fue. Tuvo su momento, generó esperanzas sociales, a costa de aplastar la institucionalidad, pero hoy saborea la amargura del naufragio.
Aún así, la oposición no puede –no debe- actuar en la lógica de ‘refundar’ el país en base al puro cálculo macroeconómico. Tiene que estabilizar la economía incorporando el componente social, diciéndole a los desencantados del chavismo que lo que ganaron no lo perderán entre la maraña de las estadísticas. Lograr ese punto de equilibrio, difícil mas no imposible, entre la macroeconomía sana y la equidad social es en Venezuela una urgente, indispensable, necesidad.
La gran muralla con la que se encontrará la oposición será el clientelismo sembrado, a fuego de discursos y gestos de Chávez, en los desheredados de este querido país. Los años chavistas no sirvieron para promover un talante democrático, cívico, que otorgue más autonomía al ciudadano, que lo aleje de la tentación del ‘salvador providencial’. Lo triste es que la propia historia venezolana, tan sembrada de injusticias y abismos sociales, no parecía tener recursos para otro desenlace político.
Maduro ha llamado al diálogo. Henry Ramos Allup, el nuevo presidente de la Asamblea Nacional, fue irónico, pero no irrespetuoso en su respuesta tras el discurso presidencial. Encaró al chavismo, a las fuerzas armadas, al propio mandatario. Tuvo el coraje de llamar ‘golpe’ al momento en que Chávez salió del poder por unas horas, allá por abril del 2002, algo que hasta ahora algunos afiebrados miembros de la oposición, que lo silbaron cuando dijo eso, no reconocen.
En el medio, por último, está el tema de los presos políticos, espinoso conflicto que el chavismo, ovillado en sí mismo, no quiere reconocer. No hay salida, empero, si ambos bandos se refugian en sus intransigencias, si se quiere seguir teniendo un país con abusos de poder, con juicios adulterados, con jueces devotos del Ejecutivo. Tampoco con abismos sociales que no importan, o con racismo y ninguneo hacia quienes encontraron en el chavismo una forma de redención.
Descaminada y chirriante, a los ojos de quienes no han conocido la pobreza y el ninguneo, aunque preferible para los que fueron históricamente basureados. Venezuela, antes de Chávez, no se soportaba; por eso buscó una presunta solución bronca, marcial, que terminó siendo profundamente abusiva. En este momento crucial tiene que acabar con esa perversa dinámica que hace depender la justicia social del clientelismo, de la voz de un predestinado, de mitos.
Pero debe hacerlo no al costo de echar, nuevamente, el germen de la desigualdad, de la hiper-estratificación social, de la sociedad partida. Si ese es el camino de la oposición, y si el chavismo echa al tacho la democracia y los derechos humanos, tendremos desastres para todo el siglo.