Los ecos y recovecos de la COP 21
Fenecida la COP 21 de París, el pasado 12 de diciembre, hubo cierto suspiro de alivio global, aunque también dudas sobre si lo acordado es suficiente para que el planeta no se caliente más allá de sus fuerzas. ¿Van a cambiar la cultura, las políticas públicas, la economía, las finanzas, el modo de entender el consumo? Ahora que se realiza la Cumbre Mundial sobre Energía para el Futuro en Abu Dhabi y se acerca el Foro Mundial de Davos, conviene examinar las entrelíneas del texto final y el escenario internacional para entenderlo y mirar lejos.
Aproximadamente entre las 5 y las 7 de la tarde del 12 de diciembre, en uno de los salones de Le París Bourget, el recinto donde se desarrollaba la COP 21, un intenso cubileteo procuraba superar un tumbo que, a esa horas, aún ponía en riesgo el texto final. El debate era a puerta cerrada, sin la presencia de la prensa, y se había entrampado por unos cuantos verbos.
Las palabras “deberán” y “deberían” eran parte del entrampamiento. También los tramos del documento en los que se establecía cómo se reducirían los Gases de Efecto de Invernadero (GEI) por cuenta de cada Parte de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC). Un día después de la fecha final prevista, París no proveía aún la luz.
El deber del Artículo 4
Por fin, hacia las 7 y 30 de la noche, Laurent Fabius, ministro de Exteriores de Francia y presidente de la COP 21, presentó el texto afinado ante la plenaria, miró al auditorio y, tras no escuchar objeción alguna, tomó el martillito con que se cierran estas cumbres y sentenció: “El acuerdo de París sobre el clima queda adoptado”. Hubo aplausos, abrazos, incluso lágrimas.
Tan sólo en las horas previas, había dudas sobre si este momento aparentemente feliz se iba a producir. Entre otras cosas porque, puntualmente, en la redacción del inciso 4 del Artículo 4 del nuevo Acuerdo se cruzaban diferentes puntos de vista y sí había objeciones. Especialmente en torno a quiénes y cómo deberían encabezar la inevitable lucha contra el calentamiento global.
En esa parte del documento se decía “las partes que son países desarrollados deberán seguir encabezando los esfuerzos y adoptando metas absolutas de reducción de emisiones para el conjunto de la economía”. Para los países en desarrollados, en cambio, se establecía que “deberían seguir aumentando sus esfuerzos de mitigación”.
Shall (“deben”) o should (“deberían”) en inglés, esa era la climática cuestión, según cuenta una fuente que tuvo acceso a ese tenso debate en esta crucial Cumbre del Clima.
No era un asunto meramente gramatical. Que el texto adquiriera un tono imperativo (“deben”) a Estados Unidos le sonaba problemático y podía conducir a que todos los esfuerzos de Barack Obama por perfilarse como uno de los artífices de la negociación naufragaran. El Senado, de mayoría republicana devota del ‘negacionismo’ climático, podría estropear su performance.
Si más bien se acuerda que “deberían seguir encabezando los esfuerzos” la sensación de que la soberanía de las potencias se ve afectada es menor. Por tanto, esa concesión era una manera de salvar el Acuerdo y no prolongar el sufrimiento por algunas cumbres más. Por supuesto, también implicaba que este texto, tan celebrado, tenga a la vez un aire nebuloso e impreciso.
El hombre, el clima y su circunstancia
El espinoso Artículo 4 contiene otro elemento que no es una hipoteca a los más poderosos sino un guiño a los países ‘emergentes’. En el mismo inciso 4 se afirma que a los países en desarrollo “se les alienta a que, con el tiempo, adopten metas de reducción o limitación de las emisiones para el conjunto de la economía, a la luz de las diferentes circunstancias nacionales”.
Esta última frase es otra de las claves parisinas y, además, de algún modo tiene el sello de ‘Marca Perú’, pues se fraguó en la COP 20 de Lima. Está en otras partes del Acuerdo y facilitó que, por ejemplo, la India aceptara ir para adelante. Es una consideración hacia los países que, como este gigante asiático, están todavía en la ruta hacia lo que se considera “desarrollo”.
No es casual, por eso, que Narendra Modi, el primer ministro indio, haya soltado en la inauguración de la cumbre de París algunas palabras en ese sentido. “Y la justicia climática exige –sostuvo- que, con el poco carbono que todavía producimos, los países en desarrollo debemos tener suficiente espacio para crecer”. En otras palabras: no nos exijan tanto a nosotros.
El intento de mantenerse en esa posición sugiere una estrategia política muy cuidadosa. La India, en las negociaciones climáticas, forma parte del grupo ‘BASIC’, que incluye además a Brasil, Sudáfrica y China. Como es obvio, ya no es estrictamente un “país en vías de desarrollo”, pues está alcanzando niveles bastante altos en algunas áreas del conocimiento o la tecnología.
Los expertos informáticos indios, verbigracia, son de enorme nivel; sin embargo, viven en un país que tiene a la vez una inmensa cantidad de pobres. Modi lo recordó en su discurso, al precisar que “la India democrática debe crecer rápidamente para satisfacer las aspiraciones de 1,250 millones de personas, de las cuales 300 millones no tienen acceso a la energía”.
Si fuera incluida en la lista de los que “encabezan los esfuerzos”, se sentiría limitada. Y no es que no quiera hacer nada. Sobre la mesa, ha puesto reducir, para el 2030, las emisiones de GEI en un 33 a 35% con respecto a los niveles del 2005. Esa es su ‘Intención Nacional Determinada’ (INDC, por sus siglas en inglés, lo que cada país pone para mitigar el cambio climático).
Lo que, como otros “emergentes”, quería era que la COP 21 tuviera en cuenta su “diferente circunstancia nacional”. Es decir, que no se le exigiera como a los grandes.
¿Siempre balanceándonos?
Al fin, el laberíntico Acuerdo desembocó en algo que está en el apartado ‘a’ del inciso 1, de su Artículo No. 2, y que es un notable logro de la COP 21: mantener “el aumento de la temperatura mundial muy por debajo de 2 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1.5 grados”.
Eso se consigna claramente y, en la letra, significa reconocer el dramatismo real del problema climático. Con esas líneas se le está cerrando, en el marco de un tratado internacional, el paso al porfiado ‘negacionismo’. Una vez proclamado el Acuerdo, que se abrirá a la firma entre el 22 de abril del 2016 y el 21 de abril del 2017, hay escasas posibilidades de que esa visión cambie.
Las 196 Partes de la CMNCC (195 países más la Unión Europea) coinciden en que es cierto y, por eso, se habla de que ahora “todos se mojan”. Hasta China y Estados Unidos han activado, desde hace meses o años, su diplomacia climática. Aún así, asumir que no hay duda sobre la gravedad del problema no implica que se esté listo para solucionarlo de manera eficaz.
Una de las fórmulas del Acuerdo para evitar que sobrepasemos el peligroso umbral de los dos grados de aumento de la temperatura global (que agudizaría inundaciones, sequías, huracanes u olas de calor) es lograr un “balance mundial”. Esa es la materia del Artículo 14, que también suscitó cierta controversia e hizo que el documento se pusiera en la mira de muchos críticos.
En esa parte se establece que se examinará periódicamente el cumplimiento de los objetivos “a largo plazo” del Acuerdo. En cristiano, que se hará un seguimiento para ver si las contribuciones de cada país para mitigar el fenómeno alcanzan o no. El primer balance mundial está previsto para el año 2023, tres años después del 2020, cuando entra en vigencia el texto de París.
En adelante, “a menos que se decida otra cosa”, las COPs revisarán lo logrado cada cinco años. Acá se recoge lo que la propia Christiana Figueres, secretaria ejecutiva de la CMNUCC, declaró para el número de diciembre de 2014 de PODER “trazar la trayectoria hacia delante de los próximos 20 ó 30 años, durante los cuales cada país tiene que ir incrementando sus esfuerzos”.
En resumen: que la INDCs actuales no alcanzarán y será necesario aumentarlas.
Números climáticos
“Eso es lo vinculante”, sostiene Rosa Morales, jefa del equipo de negociadores del Ministerio del Ambiente ante la pregunta de a qué se están comprometiendo los países. En el Protocolo de Kioto de 1997, se obligaba a mitigar sus GEI sólo a 38 países considerados entonces como ‘desarrollados’ (China no estaba incluida). En París, todos se comprometieron a hacer algo.
En la lógica de las ‘contribuciones nacionales, no de las obligaciones, lo que si bien ha facilitado el nacimiento de este tratado internacional, puede tener un costo. Climate Action Tracker (CAT), una organización que hacer un seguimiento de estas cifras, informó a inicios de diciembre que, con las 158 INDCs entonces, la Tierra se calentaría hasta 2.7 grados centígrados en el 2100.
La misma organización sugiere que si solo los gobiernos de China, Japón, Rusia y la India, así como la UE, aumentarán sus contribuciones se podría llegar a los dos grados, o menos. El profesor Kornelis Blok de la consultora holandesa Ecofys, citado por CAT, afirma que al ritmo actual incluso se podría llegar a los 3.6 grados, un nivel que sí sería peligrosamente inmanejable.
Los últimos reportes de la CMNUCC indican que ya 187 países han presentados sus INDCs , pero, en rigor, no alcanza. De allí la decisión del examen quinquenal, para que el clima no se nos vaya de las manos. Lo que aún no parece haber calado en la conciencia global, o de los propios negociadores, es que se debe mutar hacia un nuevo tipo de economía que tendría ventajas.
Una de las cosas que se ventiló en la COP 21 es la transición hacia una economía baja en carbono que implicaría mover los “flujos financieros” en ese sentido. Eso sugiere que podríamos ir mutando hacia otra formas de economía, si no queremos volvernos mutantes de una catástrofe. De ahí que John Kerry haya señalado que el Acuerdo lanza un mensaje “al mercado global”.
Ese cambio, por supuesto, no será fácil. Pero aunque en el alabado documento no se establezcan sanciones por no cumplir con las INDCs – una de las limitaciones del documento- el solo hecho de resistirse a una corriente en marcha podría tener consecuencias. Políticas o diplomáticas, pero también económicas: un país en desarrollo rebelde no podría acceder a los fondos climáticos.
Fondos, pérdidas, técnicas
El financiamiento fue otro de los grandes temas. El Artículo 9 del Acuerdo dice que los países desarrollados deberán dar “recursos financieros a las Partes que son países en desarrollo para prestarles asistencia”. De acuerdo a Milagros Sandoval, otra integrante del equipo negociador peruano, estos fondos son para mitigación, adaptación y el Fondo Verde del Clima (FVC).
El objetivo mayor, por añadidura, sigue siendo lograr que, a partir del 2020, haya 100 mil millones de dólares anuales para la lucha contra el cambio climático. No están todavía, pero se ha acordado que, para que esto ocurra, los aportes se revisarán cada dos años. No obstante, aún no queda claro de dónde provendría ese inmenso dineral y cómo se canalizaría eficientemente.
Otro de los baches ha sido el rubro llamado “Pérdidas y daños”, que está en el Artículo 8 y que es constantemente levantado por la Alianza de Pequeños Estados Insulares (AOSIS, por sus siglas en inglés), esos que, si el fenómeno se agrava, podrían hasta desaparecer. Al final se reconoce el ‘Mecanismo de Varsovia’ (creado por la COP19), pero con poco entusiasmo.
Se decide que no habrá “ninguna forma de responsabilidad jurídica o de indemnización”, lo que quiere decir que la idea de que a un país le paguen por las consecuencias climáticas que sufre debido a lo que otro país produjo está descartada. Sí habrá “apoyo, de manera cooperativa” para con estos territorios en gran riesgo. Con sistemas de alerta temprana, entre otras medidas.
Asimismo, un resultado de la COP 21 es el fortalecimiento del ‘Mecanismo Tecnológico’, que procura seguir investigando formas que puedan conducir a una economía “baja en carbono”. Nuevamente aquí se espera que los países más desarrollados ayuden a los más pobres (Sudán, digamos), para que puedan evaluar su situación climática y cambiar sus patrones productivos.
No se puede hacer sin financiamiento, aunque en fondo hay un asunto central, mencionado casi de costado por el Acuerdo. En el preámbulo se dice que se tiene presente “la adopción de estilos de vida y pautas de consumo y producción sostenibles”. Una alusión a que, si no cambia nuestro modus vivendi, poco se podrá hacer con nuestras ‘contribuciones’ o esfuerzos tecnológicos.
El poder de la gente
A fines de este 2016, cuando se espera que la mayoría de países ya hayan depositado su firma en el Acuerdo de París (el ritual comenzará con una ceremonia en Nueva York este 22 de abril, Día de la Tierra), habrá e Marrakech, Marruecos, una nueva COP, la 22. Su propósito ya no será conseguir un Acuerdo, sino hacer algunas “guías metodológicas” para que este se cumpla.
No hay que olvidar, por último, que en el documento también se llama a las Partes a “respetar, promover y tener en cuenta sus respectivas obligaciones relativas a los derechos humanos, el derecho a la salud, los derechos de los pueblos indígenas, las comunidades locales, los migrantes, los niños, las personas con discapacidad y las personas en situación vulnerable”.
Está escrito: el Acuerdo es un tratado para los pueblos, para la gente. Puede ser muy imperfecto, pero desde el 12 de diciembre del 2015 todos los ciudadanos del mundo, no sólo los gobiernos, tenemos un instrumento legal. Sólo funcionará si, además de hacer un balance entre las emisiones de GEI y su mitigación, hay un balance entre el poder político y el poder de la calle.