Sueños sin visa
La próxima vez que viaje a Europa, si me es dado por la fortuna viajera o por necesidades del trabajo, me será imposible dejar de rebobinar algunos episodios del pasado no tan remoto. De ese tiempo en que uno esperaba en la cola de un consulado a fin de llegar a la temible ventanilla, donde –acaso dependiendo de la temperatura o el ambiente- un empleado lustroso te miraba con más o menos gentileza, o con un aire de perdonavidas, y finalmente recibía tus papeles…
No debo dramatizar, pues a mí nunca me negaron la visa Schengen. Tal vez porque, como muchos, supe engordar mis cuentas antes del día ‘V’ (el de la ventanilla), huaqueé los pocos títulos de propiedad que tenía, conseguí –afanoso- cartas de los trabajos donde habitaba, en las que se juraba por las once mil vírgenes del Sol que no me quedaría al otro lado del charco Atlántico. También porque yo mismo quería ser un ciudadano global correcto, respetuoso de las normas.
Sin embargo, sí vi trances sublevantes: cómo rechazaban a un par de señores que solo querían llevar a su hijo a España, para que conozca a sus abuelos enfermos; o cómo una joven salía llorando de la ventanilla, sin explicación por la negativa de ir a un curso. Lo peor, quizás, fue chocarme con una empleada peruana, que en una de esas aduanas humanas había adquirido, por esos misterios del contagio laboral, un talante duro, indolente con sus propios compatriotas.
Ahora eso se acabó, al menos en parte. Ya no necesitamos la engorrosa visa Schengen para ir a las Europas. Es justo recordar a la vez que, en todos los años en que esta estuvo vigente, por obra y gracia –faltaba más- del canciller fujimorista Augusto Blacker Miller, la mayoría de visas no fueron negadas. Pero el solo hecho de que se tuviera que asumir el vía crucis de tramitarla, y de que a veces se negara de los hoscos modos descritos, ya nos ponía en ruta hacia la humillación.
El notable escritor colombiano Héctor Abad Faciolince ha llamado a la imposición de visa “una especie de puñalada trapera por la espalda”, que ahora se saca tratando de no dejar cicatriz. Las cicatrices, no obstante, están allí y deberían aleccionarnos para que, allá y acá, entendamos que la historia del homo sapiens es la historia de las migraciones, y que un territorio que antes cerraba sus fronteras, gordo y feliz por su situación, luego puede pasar a expulsar a sus gentes.
En cierto modo, es lo que está ocurriendo con los españoles que están viniendo al Perú y a otros países de América Latina. Lo peor que podría pasar cuando, como ahora, la tortilla comienza a voltearse, es que surjan en estas tierras xenofobias asolapadas contra ellos. No. Estamos en una vuelta más del itinerario humano, el péndulo se ha movido solo un poco y ocurre que ahora somos más elegibles ante el mundo por la simple razón de que ya no somos tan parientes pobres.
La prueba clamorosa y triste de eso es que hoy, cuando saltamos en un pie viajero por la noticia, la propia Europa que nos abre las puertas se las cierra a los refugiados que vienen de Siria, Irak y otros territorios de espanto. De un modo que ha hecho que más de un colega, amigo o amiga, se sienta “avergonzado de ser europeo”. En decir, enviando a todo extranjero, incluso sirio, que llegue ilegalmente a Grecia a Turquía, a cambio de que los turcos ya no necesiten visa para la UE.
Idas y venidas; tratos, pactos, negociaciones, precauciones, desprecios…Sería ingenuo imaginar un mundo de puertas absolutamente abiertas. No es posible porque, a lo largo del tiempo, hemos creado decenas de entidades estatales (países o Estados) que tienen que ordenarse, que tienen que proteger a sus ciudadanos, que deben resguardar sus fronteras. Nosotros mismos lo haríamos si, algún día lejano pero no improbable, el Perú se volviera el destino principal de los desesperados.
Aún así, encontrar el punto medio entre la crueldad y la defensa de un Estado, entre la prevención y el basureo, es un deber. En este momento aparentemente feliz, en que nos situamos al otro lado de la vitrina migratoria, es indispensable no olvidarlo. Es menester, al mismo tiempo, observar que tampoco es un derecho del que gozan “todos los peruanos”, pues sobreviven varios requisitos (dinero, seguro, reservas de hotel), inalcanzables para muchísima gente.
Todo esto costó innumerables negociaciones, descritas con cierto detalle por nuestro paisano Santiago Roncagliolo en un artículo reciente. No fue fácil y el gobierno español se tuvo que jugar por el tema, lo mismo que nuestra Cancillería y algunos parlamentarios andinos, esos señores de los que algunas personas –en un acto de desinformación supina- piensan que no sirven para nada. Fue un viaje largo para que algunos de nosotros podamos viajar más.
Favorecerá los negocios, las actividades artísticas, el intercambio estudiantil, la participación en eventos deportivos, las visitas familiares, el turismo. Ya no habrá colas interminables, angustiantes y madrugadoras, en los consulados; ya no será tan fácil encontrarse con un mala gracia señor de migraciones, a pesar de que sigue existiendo la posibilidad de que cruzado el charco, a uno lo devuelvan por precario, como le ocurrió a una ciudadana colombiana.
Una última palabra acá para todas las personas que, en estos años, sufrieron humillaciones grandes o pequeñas, para los que tuvieron que secarse las lágrimas en el micro que los llevaba de vuelta a casa y lejos de sus familiares o amigos asentados al otro lado; también para los empleados migratorios, cónsules incluidos, que en medio del maremágnum de las visas supieron preservar la gentileza, el sentido de justicia, la simple humanidad para con sus semejantes.
Y finalmente para los que sueñan con viajar, como esos señores de mi antiguo barrio, dueños de una tienda, que se pasaron años atendiendo día y noche, domingos y feriados, “para poder viajar a Europa”. No sé si lo hicieron. Les perdí el rastro con el tiempo, como también una vez, llegando al aeropuerto de Barajas desde Argelia, perdí un vino que traje de Argel “porque no tenía origen comunitario”, que estoy pensando ir a reclamar ahora que ya no necesito la dichosa visa.
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