La luz se apaga en Venezuela
Jornadas de trabajo reducidas en el sector público, alimentos que escasean, colas para cosas varias, problemas con la producción de cerveza incluso. Y cortes, corte de luz, frecuentes, en varias ciudades, que han producido saqueos y disturbios, que no se explican ya por ‘la guerra económica’ –el trillado argumento del gobierno- sino por la literal desesperación. Es como si Venezuela se estuviera sumiendo en una situación color petróleo, pero no por bonanza alguna.
A estas alturas del partido, espero que parezca claro para cualquier grupo político -regional o mundial- que el proyecto bolivariano no es deseable, ni imitable y menos elogiable. Por más presunto éxito que haya tenido en algún momento el chavismo, al lograr disminuir la pobreza por ejemplo, la situación actual es desastrosa, política y socialmente hablando. No es solo que está naufragando el ‘Socialismo del siglo XXI’, es que el país, la gente, ya están exhaustos, hartos.
Es fundamental tener esto último en cuenta, más allá de las disputas ideológicas que aún hoy el chavismo genera. Lo que está pasando en Venezuela no ha ocurrido en Ecuador, Bolivia o hasta en Argentina, naciones que, con más o menos matices (el argentino es un caso especialmente peculiar), han procurado encontrar el dificilísimo equilibrio entre promover la justicia social y manejar la estabilidad económica. Entre gobernar y cerrar en algo los abismos sociales.
Todos esos gobiernos, además, han exhibido un talante autoritario, pero ninguno se ha desbarrancado como el régimen venezolano, que ahora parece irse apagando al ritmo de los continuos cortes de energía eléctrica. “Es que cada vez hay menos comida. Los saqueos a supermercados y camiones son diarios”, me comenta una amiga desde el estado de Mérida, uno de los epicentros del descontento y las protestas contra el gobierno de Nicolás Maduro.
No son palabras de una dirigente política, de una opositora furibunda del chavismo. Es el verbo de una ciudadana que no ve luz al fondo del túnel bolivariano. Aún si hubiera una conspiración en marcha, un barrio regional y una calle adversa, cosas siempre presentes en la escena política, el chavismo muestra sus serias, alucinantes, limitaciones. Si a la mala estrategia económica se le suma la carente capacidad de negociación, la catástrofe está a la vuelta de la esquina caribeña.
Los cubanos –grandes amigos de los venezolanos- negocian, reciben al presidente norteamericano, abren su economía (lenta y desconfiadamente, pero al fin lo hacen), se marketean como artífices de la paz regional muy hábilmente (cuando se firme la paz con las FARC, La Habana será la ciudad heroica). Caracas (el gobierno, no toda la sociedad), en cambio, grita, se eriza, no acepta críticas, insulta. Se hace sola más indefendible, más absurda.
Uno se pregunta por qué tal tozudez y tiende a dar crédito a las versiones, algo tremendistas, sobre la corrupción que yace escondida debajo de la alfombra luego de 17 años de régimen único. En algún momento, eso podría estallar y será mucho peor. Al gobierno de Maduro se le acaban las horas de luz para dar un golpe de timón y, gracias a un ahora invisible destello de lucidez, disponerse a negociar, a facilitar una transición que exima de más angustias a su país.
La prueba de que ese proceso está en curso es que a la oposición no le ha sido para nada difícil recolectar, en poquísimas horas, más de un millón de firmas para iniciar un proceso que lo revoque del cargo. La calle está que arde, está perdiendo el miedo y aunque se pongan piedras en el camino –el camino para la revocación es largo y tortuoso- el desenlace parece inevitable. Tratar de contenerlo puede conducir a alimentar las tensiones, al enfrentamiento sin límites.
Escribo no desde la experiencia de haber visto al chavismo aún vigoroso en las calles, con capacidad de reponer a Chávez, ante la sorpresa de los varios corresponsales extranjeros que nos encontrábamos allí en abril del 2002. También desde la conciencia de que, en algún momento, el gobierno que ahora se aferra al poder a punta de matonerías redimió a parte de la sociedad venezolana. Le dio a muchos pobres lo que nunca tuvieron, hasta les levantó la dignidad.
Asimismo, no ignoro las presiones internacionales que, desde el juego político regional y mundial, caen sobre los gobiernos que osan cambiar las reglas de juego y poner al Estado en una perspectiva que no mantenga los privilegios. Más aún: mi opinión sobre la oposición venezolana no es cerradamente entusiasta; he visto a una parte de ella, allá por el 2002 y aún después, con claros afanes golpistas. Y sobreviven en algunos de sus entresijos gente francamente reaccionaria.
Con todo, lo que ocurre es un escándalo social, político, moral. El chavismo ha entrado en crisis no solo por la caída del precio del petróleo; también por la palidez de sus liderazgos, esperablemente venidos a menos con la desaparición de Chávez, un ‘hombre fuerte’ que, como otros, no dejó que nadie le hiciera sombra. Maduro y Diosdado Cabello, el segundo hombre del régimen, están caminando entre los escombros de su proyecto y se niegan a aceptar la realidad.
El momento del fin llegará, inevitablemente, y sinceramente no deseo que se dé en términos violentos. A la escasez no se puede sumar la pérdida de cordura, de auto-control, porque las consecuencias pueden ser aún más desastrosas. Venezuela nunca ha sido una sociedad justa, equitativa, ni antes ni después del chavismo. Hay odios dormidos y una carga social indudable en medio del tumulto político. Pero alentar esa división puede asomarla más todavía al abismo.
De allí que la oposición, a la que tocará muy probablemente gobernar si la decadencia del chavismo se pronuncia (el referéndum revocatoria puede inducir a elecciones adelantadas el próximo año), debe tomarse en serio el desafío de la Historia. Reemplazar al chavismo, cuando llegue la hora final, no deberá implicar retaliaciones, vendettas, cargamontones. Y menos aún retornar a ese país dividido, profundamente desigual, presa de la frivolidad y el despilfarro.