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foto: andina

Elegir, no sólo votar

Publicado: 2016-06-05

Entrar en una cámara secreta y colocar un papel marcado dentro de un ánfora es, visto en frío, un acto mecánico, simple, libre de complicaciones. No requiere mayor destreza, si se le mira desde el punto de vista del esfuerzo de locomoción y raciocinio básico necesarios para consumarlo. Sin embargo, todos –o la mayoría de nosotros- sabemos o intuimos que esos breves desplazamientos realizados el día de la votación significan, en el fondo, bastante más que la cédula de marras.

No sólo votamos; elegimos a alguien o, más precisamente, algo. En estos comicios, que llegan a su fin luego de varias tempestades institucionales y políticas, esto se ha encarnado en la posibilidad de reciclar un pasado controvertido, incluso violento, o sacudirnos de él y hacer que la democracia sea más respirable. Esto último nunca ocurrirá totalmente, pero parece obvio que hoy las candidaturas de Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski nos ponen en un umbral resbaloso.

La campaña no ha sido justa, ni limpia, hay que aceptarlo como un dato de nuestra tormentosa realidad política, aunque no como una fatalidad incurable. Se ha echado lodo por todos lados, al punto que no son pocos los que piden que esto termine, ya. Lamento decirles que terminará el proceso electoral, pero no la turbulencia política, pues no estamos en un tiempo donde la estabilidad sea nuestro signo. Son épocas más bien confusas y por momentos delirantes.

Que la sombra del crimen organizado haya planeado sobre los candidatos, por ejemplo, es un asunto que inquieta y no acabará hoy 5 de junio. El riesgo continuará, gane quien gane, aun cuando es evidente que en uno de los grupos ese mal luce enquistado en los niveles más altos, por varios lados, ya no como una sombra sino como una compañía casi militante. Resulta penoso que los intentos de exorcismo de estos días no hayan hecho más que desatar más sospechas.

El otro toro bravísimo que se ha filtrado, en las propuestas magras o en el debate público, ha sido el autoritarismo elevado casi a dogma. Ya estamos discutiendo sobre si sacamos o no a los militares a la calle, o si reimplantamos la pena de muerte. O si nos salimos de la Corte Interamericana, para que no perturbe nuestra cruzada contra la delincuencia. Las cárceles, cuando más frías y más perdidas en las alturas estén, será, dizque, mejores y eficaces.

Y, por supuesto, decir lo contrario es tener ternura con los malhechores, como sugirió con una falta de sensatez elemental el congresista Luis Galarreta. Mano dura, sí señores; eso es lo que presuntamente el Perú necesita, a pesar de que la evidencia mundial, y nuestra propia historia, prueban que no es la matonería oficial, o para oficial, la que acaba con los problemas. No parece casual, en ese escenario, el voto se perciba como ciego, o al menos míope. Como desesperado.

Respiramos autoritarismo, no tiene que inventarlo un candidato. Nos lo dan de mamar en la casa, en las escuelas, en las calles, en los medios y hasta en los centros de educación superior. De allí que parte de la controversia en estos meses de angustia haya consistido en evitar cucos diversos. Por allá viene el supuesto chavismo, uf qué miedo; por ahí el fujimorismo, alarma; por acullá la autocracia de los lobbys, a resistir. Vivimos defendiéndonos, no tanto proponiendo.

Algunos colegas, con quienes discrepo gentil pero profundamente, han pretendido resolver esta ansiedad pidiendo que solo “se hable de propuestas”, como si no tuviéramos pasado. Como si cada candidato o candidata no tuviera su propia historia, que saber y contar. La epidemia de amnesia macondiana se filtró en la campaña, como no podía ser de otra manera, solo que en algunos momentos ya llegaba a extremos ridículos, cuando no perversamente interesados.

En cierta ocasión estando en Puno un indígena ecuatoriano me dio la siguiente explicación. “Nosotros –me dijo- no creemos que el pasado está atrás, sino delante de nosotros; es el futuro el que está atrás, justamente porque no lo podemos ver”. La sabia sentencia se ha quedado desde entonces, literalmente, en mi mente y mi corazón. Porque la verdad es que acordarse de lo vivido –en el plano personal, social y político- no invita solo al raciocinio sino a la memoria removida.

En estos últimos días, ha habido indignación, susto, temor, esperanza. Mala onda y muchas mentiras; gestos corajudos y escandalosos silencios. Sentimientos, en suma, no sólo ideas. Para votar hoy, supongo, es menester sacar la cabeza y el alma por encima de ese maremágnum y acaso pensar y sentir que depositar un voto no es sólo como cruzar un semáforo. Cuando marco una cédula, no puedo basar mi elección en una operación similar a la que hago al cruzar una pista.

Se requiere, o es esperable, una operación más compleja, que cada quien sabrá cómo hacer. Hay racionalidades y sensibilidades diversas, que desembocarán en un voto, el cual implica una elección. Una opción por el olvido o por la memoria; un voto por los derechos humanos, o su desprecio; una decisión que nos lleve a enfrentar los problemas no a patadas, sino apelando al diálogo, por más que sea difícil. Por más que la tentación del empujón siempre nos ronde.

En alguna columna me quejé –con cierta amargura verde- de la ausencia del tema ambiental en la campaña. Eso se ha reparado medianamente en uno de los debates, y a raíz de la aparición en escena de los mineros ilegales, como actores que nos hicieron recordar a la lejanísima Amazonía. El tema cultural, sin embargo, sí ha sido ninguneado olímpicamente, salvo por algunas menciones a los pueblos originarios, que justamente hoy recuerdan un hecho desgarrador.

Encuentro que hay cierta consonancia entre la pobreza y violencia de la campaña, y ese olvido. Nuestra cultura política (¿que también es parte de la cultura, no?) se ha envilecido, o está agazapada reinventándose con dolor y desconcierto. Nuestra corrupción de toda laya, delincuencia incluida, se ha disparado porque nuestros vínculos sociales están deteriorados y en algunas esquinas tristemente destrozados. No son solo las leyes las que los van a reparar.

Tan cierto es eso que, en estos meses, supimos de las consecuencias de asumir porfiadamente que “la ley es la ley”, cuando algunos candidatos salieron de carrera. Ahora, en este día, cuando hay que decidir qué hacer, a quién elegir, para qué, viene a cuento meditar el paso que estamos dando hacia uno u otro lado. La metáfora del semáforo sí podría funcionar en esta circunstancia, siempre y cuando venga precedida de una reflexión que no borre parte del fresco de la memoria.

Pronto se sabrán los resultados, finales, y entonces sabremos si solo votamos o elegimos. Si nos contentamos con cerrar los ojos o taparnos la nariz. O si, en un momento límite, un disparate iluminado como escribió una vez Gabriel García Márquez respecto de Colombia, nos hizo entrar en razón. Estas elecciones han sido locas, inolvidables, agotadoras. No vale la pena que entremos hoy a la cámara secreta únicamente para evitar la multa y después parlotear en las redes sociales.


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

Kaleidospropio

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