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dibujo de liniers/fuente:mendozaopina.com

Un momento crucial

#NiUnMenos va a marcar un hito, pero tienen que cambiar las personas, la cultura. Y tenemos que cambiar especialmente los hombres...

Publicado: 2016-08-13

Todos nacemos iguales, se supone, pero no todos vivimos igual. Aurora, una empleada del hogar que trabajó en mi casa, lo tenía muy claro sin mucha elaboración intelectual. Cuando a ella, o a sus hijas, les pasaba algo injusto, desolador, me decía sin dudar “es que soy mujer, pues”. Su dura experiencia de vida la había aleccionado de ese modo tristísimo. Vivía convencida de que el solo hecho de pertenecer al colectivo femenino hacia que el mundo fuera jodido y brutal.

A lo largo de la vida cualquiera de nosotros, hombres o mujeres, nos hemos topado con víctimas y situaciones sublevantes de diverso tipo. Es cierto, como han sostenido algunos opositores afanosos de la marcha #NiUnaMenos (porque, según ellos, tiene de contrabando temas como la despenalización del aborto), que se tiene que luchar contra todo tipo de violencia. Cómo dudarlo, si el planeta está sembrado de guerras, conflictos, hambrunas, crisis de refugiados, homicidios.

Pero escapar hacia esa generalización, tan poco generosa con las mujeres, esquiva un problema cultural crucial, que con la movilización de hoy se ha puesto en clamorosa evidencia: la violencia de género es un problema estructural, agudo y masivo, que incluso genera otros tipos de violencia. El patriarcalismo, el dominio aplastante de los hombres, no es un cuento ni una exageración. Más aún: incluso engendra o alimenta otras violencias, como las de los conflictos armados.

Cuando se mira lo que pasó en nuestro país, entre 1990 y el 2000, se ve claramente cómo las violaciones se usaron, en algunos sitios, como perversas “armas de guerra”. Los casos de los pueblos huancavelicanos de Manta y Vilca, recién llevados a los tribunales después de muchos años, así lo demuestran. Si haciendo un salto geográfico vamos hacia, por ejemplo, las guerras de Siria, Colombia o a las de algunas repúblicas africanas hay cuadros de espanto similares.

La crisis de los refugiados, por añadidura, es cargada en buena medida sobre los hombros de las mujeres, lo mismo que las hambrunas. En sitios como Ciudad Juárez, México, los homicidios son, en gran número, feminicidos. Por último, si se mide la pobreza en el mundo la ecuación suprema de la injusticia nunca falla: cuando se es mujer e indígena, se es indefectiblemente más pobre. No hay forma seria, en verdad, de sostener que la violencia de género es una más.

Si se optara por ese raciocinio, entonces tampoco vale protestar por los pueblos indígenas, o Martin Luther King no debería haber hecho nada por los derechos civiles de los afroamericanos, pues había otras muchas violencias en Estados Unidos. Si no se pone el foco sobre un drama específico de la sociedad, nada o poco cambia. Lo escandaloso en este caso, además, es que no se trata del maltrato a una minoría sino a la literal mitad de la especie humana.

Eso hace más dramático y urgente el cambio, especialmente en sociedades como la peruana, donde los índices de violencia contra la mujer son alarmantes y nos ponen en un lugar penoso a nivel regional y mundial. Ciertamente, hay violencia de género contra los hombres, que hay que combatir, aunque no es lo predominante. No es lo extendido, lo estructural; es la excepción a la regla que confirma la sordidez humana, pero que no tiene por qué ocultar la tragedia mayor.

Enfrentar este gigantesco problema pasa por informarse, por entender. Solo que este es uno de esos asuntos en los cuales, por fundamental añadidura, se necesita un cambio personal. La violencia de género no es como la que se ejerce contra los refugiados, que a veces podemos verla cómodamente y de lejos. No. Está en nosotros, nos rodea, nos contamina, crecemos con ella, potencialmente la podemos ejercer. Es un mal de la cultura, de las prácticas sociales, del alma.

Y los hombres, dejémonos de contorsiones, somos los principalmente llamados a cambiar. Es plenamente real, como han sostenido muchas mujeres estos días, que hay ‘micromachismos’, pequeñas situaciones que, desde la infancia, nos ponen en ventaja, sin problema alguno. Nuestras hermanas –o mamás, o tías, o empleadas del hogar- nos preparan la comida, nos lavan los platos. Nos “atienden”, como si fuera su deber ineludible servirnos sin que movamos un dedo.

Más tarde, se nos tolerará y hasta celebrará que lleguemos tarde, que nos emborrachemos, que tengamos varias enamoradas. No se nos condenará por todo eso, mientras que, a nuestro lado, nuestras hermanas o amigas, tendrán que sufrir las críticas furibundas si se salen del rol que se espera de ellas. Peor todavía:  tendrán que soportar en las calles, o en cualquier ámbito, la sensación de amenaza constante, la falta respeto escandalosamente “naturalizada”.

Quizás los hombres nunca podremos entender plenamente esto último, por la sencilla razón de que no lo vivimos descarnadamente. Todo eso que en estos días nos han contado en el Perú, o lo que arrojan estudios como el que se acaba de hacer en el Reino Unido (donde más del 50% de mujeres contaron que habían sufrido acoso laboral), son realidades demoledoras. Que nuestras compañeras de ruta en esta vida tienen que soportar día a día, a veces minuto a minuto.

La atmósfera que respiramos es patriarcal, nadie puede escapar a ella. Cuando hombre dice, solemne, “yo no soy machista”, probablemente está mintiendo. Más serio es que uno diga que intenta no serlo, que está atento a sí mismo, que procura cambiar. Las mujeres ganan menos, tienen temor de viajar solas, están más expuestas a la crítica pública, no pueden entrar incluso a algunos clubes. No actúan con ventaja, como nosotros; tienen que ganarse las cosas con coraje.

Por supuesto, la situación ha variado en el mundo y hasta en el país en los últimos años. Las generaciones menores tal vez viven un ambiente algo más respirable. Pero solo algo. Que ahora las jóvenes puedan moverse con más libertad no las exime de amenazas fatales, como se vio hace un tiempo en Montañitas, Ecuador, donde dos muchachas argentinas terminaron muertas. El mismo caso de Arlette Contreras revela que el nudo de la violencia de género está en varias generaciones.

#NiUnaMenos parece tener la virtud de marcar un hito, un instante fundacional. Las cosas no cambiarán radicalmente el mismo día de la marcha, ni al día siguiente, ni en los meses que vienen. Pero las sociedades necesitan estos remezones morales, culturalmente tectónicos. Requieren mirarse y reconocer sus enormes problemas, como este, que tantas tristezas y tragedias ha causado por tanto tiempo. Que solo terminará cuando cada quien se haga preguntas fundamentales.


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

Kaleidospropio

Sobre el mundo, la vida y nuestra especie