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fuente: reuters

El 'foul' político brasileño

Sobre por qué la caída de Dilma Rousseff no consistió únicamente en 'cumplir la ley' . Imposible no ver detrás del proceso una evidente maquinación.

Publicado: 2016-08-31

La pregunta sobre si lo que ha ocurrido en Brasil –la destitución oficial de Dilma Rousseff- siempre será algo capciosa. O, digamos, especiosa. Claro, técnicamente no lo es. El ‘impeachment’ ha sido impulsado por un Congreso elegido, no ha habido tanques en las calles, ni un ‘salvador de la Patria’ que ha proclamado un ‘Gobierno de Reconstrucción Nacional’. Ni detenciones masivas de opositores. Está bien, es correcto: no hay gorilas en la costa.

Pero cuando se pone la lupa sobre todo el conjunto del proceso, o sobre la acusación misma, no se puede dejar de sentir estupor y una inevitable sensación de que se pateó el tablero político con ganas. O de que se forzó, hasta el paroxismo, una figura legal que, en condiciones normales y democráticamente solventes, hubiera ocasionado consecuencias menores. De ningún modo esta suerte de empujón político prolongado, con tan poco fair play.

A Dilma Rousseff se le acusa de dos cosas. Primero, de haber promulgado seis decretos que le permitieron abrir créditos, de bancos públicos, por más de 700 millones de dólares. Eran para los sectores Educación, Cultura, Justicia y otros. Según la acusación, no debió hacerlo y debía recortar los presupuestos. De acuerdo a su defensa, solo reasignó fondos ya previstos y autorizados por el Congreso. Más aún: si se hubiera violado la ley, un sistema electrónico habría impedido a los funcionarios encargados proceder de ese modo ilegal.

La otra acusación es denominada ‘pedaladas fiscales’. Consiste en pagar con retraso al Banco Nacional de Desarrollo de Brasil (BNDES) un dinero –cerca de 1,000 millones de dólares- destinado a que continúe el llamado Plan Safra, dirigido a productores agrícolas. El banco le siguió pagando a los beneficiarios y después el gobierno le hizo la transferencia correspondiente. Si no lo hizo antes fue por una razón ‘estratégica’: que las cuentas fiscales del Estado brasileño cuadraran y no se vea una situación de déficit fiscal que alarme a ciudadanos o inversionistas.

Esas son las dos acusaciones sobre las que se ha hablado hasta el delirio en redes sociales, en los ámbitos políticos brasileños e incluso latinoamericanos. Muchas veces sin entender de qué se trataba –y ni siquiera haciendo un esfuerzo serio para ello-, pero eso sí: blandiendo el cuchillo, mediático o político, de que la botan por ‘corrupta’. Mezclando otros ingredientes, ajenos al proceso, cómo el caso ‘Petro bras’, en el que sí están involucrados sus compañeros del Partido de los Trabajadores (PT). Pero no  claramente ella, la presidenta hoy expectorada.

¿Es difícil entender esto? Tal vez, aunque no parece honesto derramar lisura a mansalva sin saber de qué se está hablando. O sí, si es que uno solo quiere practicar el buylling político. O, claro, también si se odia sin descanso a cualquier izquierda y, por ende, se es incapaz de distinguir entre un régimen escandaloso, como el de Nicolás Maduro, y uno como el de Rousseff, cuestionable, a la deriva, aunque no proclive a convertir las leyes en confite de carnaval.

Las ‘pedaladas fiscales’, por añadidura, también fueron practicadas por el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, en proporciones menores pero reales. No le pasó nada por eso. No se forzó la Ley Presupuestaria –que es la que regula estas prácticas- para acusarlo, ni se le vio como el germen de los grandes males del país. Nadie le dijo ‘chao, querido’. Eran otros tiempos, por supuesto. No había protestas por los pasajes, por el Mundial de Fútbol, por los Juegos Olímpicos. La clase media estaba recién en ascenso y algunos pobres apenas salían del foso.

Visto así el rompecabezas, no es complicado entender que toda esta ruta hacia el, para algunos, acariciado ‘impeachment’ ha estado sostenida más por los odios y maquinaciones políticas que por la ley. Las normas están allí para cumplirse, dirán algunos; cierto, solo que estas, cuando hay animosidad, se pueden estirar, distorsionar, hiperbolizar. A Rousseff le aplicaron la vieja y penosa máxima, tan peruana y al parecer también brasileña, “para mis enemigos la ley’.

Sus adversarios del Partido Social Demócrata Brasileño (PSDB), del Partido Progresista (PP) y sobre todo del Partido Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), antes aliado del PT, iniciaron un proceso con envoltura legal, pero dudosamente legítimo. Sabían lo que hacían, no eran inocentes. Peor aún: un audio filtrado a la prensa hacia fines de mayo sugería que, en el fondo, el propósito era lavar u ocultar las culpas de los innumerables involucrados en el caso de megacorrupción vinculado a la empresa Petrobras.

En ese audio Romero Jucá, ministro de Planificación del presidente interino Michel Temer sostiene que “tiene que cambiar el gobierno para estancar esta sangría” y que una vez que esto ocurra se podría “delimitar” la acción de la justicia. ¿Bien limpio, todo no? Porque, además, por si se ha olvidado, buena parte de los verdugos de Rousseff sí están involucrados en ese escándalo. Incluyendo al propio Temer. En otras palabras: se necesitaba una cabeza para tirársela a la multitud, de modo que sienta que, al fin, se combate la corrupción. La encontraron.

Y no era cualquier cabeza. Era la de la presidenta, cuya destitución iba a causar un impacto impresionante y acaso provocar, temporalmente, una suerte de sentimiento de reivindicación en las masas ávidas de justicia y honestidad. Brasil se asomaba, en esa visión, al reordenamiento moral, económico, político. Las inversiones vendrían corriendo, llegaría la estabilidad; no importa que Temer tuviera una escasa aprobación (poco más de 10%) y él mismo, si la justicia avanza y no es bloqueada, podría hasta aproximarse a la cárcel como corolario de este drama.

Desde que entró, además, y ya sintiéndose presidente definitivo, descafeinó el gobierno a pasos entusiastas y casi desatados. Ya no había mujeres en el gabinete, ni afrobrasileños. Repentinamente, se produjo una mutación social simbólica en el aparato de gobierno, algo que, más allá de la declinante situación económica (11% de desempleo, 7% de inflación) tenía un valor nada despreciable. Ese país reinventado, que aceptaba su diversidad, de pronto iba desapareciendo al ritmo acelerado de los nuevos tiempos, gracias a la ‘cruzada anticorrupción’.

Hay protestas en las calles, algo ninguneadas por los medios de comunicación. Ya se ven los carteles de ‘Fora Temer’ y no se avizora un futuro próspero para un mandatario que ni siquiera pudo inaugurar los Juegos Olímpicos de Río con prestancia (habló solo unos segundos), pues hubiera roto el récord mundial del abucheo político. Para alguien que tendrá que tomar medidas fiscales severas sin tener apoyo en las calles. Para quien es acusado por el gran empresario Marcelo Odebrecht, hoy preso, de haber recibido dinero de la corrupción de Petrobras.

Es decir de, el sí, de haberse aprovechado de toda esa gigantesca maquinaria, archimillonaria, dedicada a repartir obras del Estado entre grandes empresas, con la complicidad de políticos de prácticamente todas las tiendas. No sé entiende cómo ese hombre, que hoy juró solemnemente, va a significar un cambio, un vuelta de tuerca, un nuevo tiempo para un país herido.

Casi nadie se salva cuando se rasca la olla de la corrupción en Brasil. Incluso el ex mandatario ‘Lula’ da Silva, otrora una figura señera y moral, está bajo sospecha e investigación. También el ex presidente y hoy senador Fernando Collor de Mello, sometido a un proceso de ‘impeachment’ en 1992 (renunció antes de la votación).  Y la propia Rousseff. Pero no parece ser que ella tuviera el hilo de esa gran madeja. Por eso la acusación no apuntó por ahí. Supongo que de eso tampoco se han enterado quienes confunden frejoles con papas fritas.

Y volviendo al comienzo, ¿fue un golpe contra Dilma? Con soldados no. Tampoco cerrando medios ni deteniendo a sus partidarios. Colgarse de la sobreinterpretación de Maduro o Evo Morales que le dan al hecho categoría oficial de ‘Golpe de Estado’ es riesgoso. Pero la mayoría del Congreso sí la empujó hacia el precipicio sin miramientos. No la respetó, ni la quiso escuchar, a pesar de que se defendió durante horas. Los acusadores distorsionaron las normas para que todo le calzara. Golpearon a la democracia en su fragilidad, finalmente, y eso quizás es tan grave que meter unos tanques en el Palacio de Planalto.


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

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