Un Sí para Colombia
Finalmente, en Cartagena de Indias se firmará el Acuerdo de Paz con las FARC. No es el fin de todos los problemas, pero sí el comienzo de la esperanza.
La primera vez que fui a Colombia, hace ya algunos años, el primer lugar que visité fue justamente Cartagena de Indias, esa hermosísima ciudad montada frente al mar Caribe, donde mañana se firmará el definitivo Acuerdo de Paz con las FARC. Esa villa histórica, central durante la Colonia, asediada entonces por malosos piratas, y hoy alegre, rumbera, turística. Allí, donde hace siglos se cruzaban sables y arcabuces, se hará por fin callar a los rifles Kaláshnikov.
Recuerdo que cuando nos acercábamos al aeropuerto internacional Rafael Núñez el avión, como es usual, comenzó a descender y pasó por encima de unas covachas pobrísimas, en donde pude distinguir claramente cómo unos niños, de tez oscura, miraban la nave y hasta nos hacían ‘adiosito’. Me sorprendió algo el episodio, y a la vez me reveló una triste marca de origen de este querido país: la abismal desigualdad que lo atenaza, el foso social inenarrable en el que vive.
El escritor William Ospina sostiene, en su magnífico libro titulado ‘Pa’ que se acabe la vaina’, que mantener a las personas en tal situación es dejarlas “atrapadas en el cepo de la necesidad”. No es solo una metáfora. En el campo y las ciudades colombianas, hablan las imágenes, las desgracias, los hechos; y las cifras lo confirman: Colombia es el segundo país más desigual de América Latina, y el séptimo más desigual del mundo. Solo partes de África la superan en eso.
Por eso, en este trance esperanzador abierto por las FARC y el gobierno colombiano, al acordar que no se hará más política con armas, es menester no olvidar esa dimensión. No es posible entender este capítulo de la violencia colombiana sin ese ingrediente desolador. La arquitectura de la negociación ha estado signada por el reconocimiento, por parte del gobierno, de ese drama. La paz era esquiva, entre otras cosas, por la clamorosa falta de Estado.
Nunca hubo una reforma agraria integral en Colombia, más allá de algunos intentos; de allí que la antes vigorosa guerrilla haya surgido de campesinos liberales que se aliaron con grupos de autodefensa, de línea comunista. De allí también que el tema ‘Agro’ haya sido una de las estacas centrales del acuerdo, que incluirá la promoción de formas asociativas, incentivos a los campesinos, entregas de títulos de propiedad. Sin todo esto, el campo iba a seguir ardiendo.
Las FARC tuvieron apoyo un tiempo porque eran el Estado que no había, la autoridad informal que resolvía entuertos lejos de la modernidad urbana o incluso rural. Pero sus actos criminales, como el enrolamiento de niños en sus filas o los secuestros, hicieron que perdieran influencia; sus ataques a pueblos, su palabra con frecuencia incumplida en medio de una negociación, junto con los golpes militares que recibieron, las fueron sumiendo en un proceso de debilidad.
Con todo, como lo evidenciaba el dirigente guerrillero 'Pacho Chino', durante una entrevista que le hice en La Habana, sienten que no fueron vencidas militarmente, algo por lo que siempre exhibirán cierta vanagloria. Para ellos, todo lo que hicieron era justificable en nombre “del pueblo”, al que, sin embargo, masacraron más de una vez. En el laberinto de la violencia desatada, llegó el momento en que ya no era posible distinguir lo político de lo criminal.
Los actos terroristas abundaron, por parte de los paramilitares, de las FARC y de algunos agentes del propio Estado, como se reconoce tácitamente en el acuerdo. Fueron más de cinco décadas en las que, inútilmente, se apostó por la guerra antes que por la palabra. Incluso en los momentos en que la paz estuvo más cerca, como cuando el ex presidente Belisario Bentacur firmó los Acuerdos de la Uribe (1984) con la guerrilla, las bombas volvieron a estallar, sin piedad.
Por esos años, la Unión Patriótica (UP), la resultante política de esa negociación que acogió a guerrilleros desmovilizados y a otros sectores políticos, sufrió una verdadera masacre por parte de una avanzada paramilitar: murieron unos 3,000 de sus militantes y dos de sus candidatos presidenciales, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo. Nada menos que eso, como si entrar a la paz no fuera posible. Como si el dolor no fuera suficiente y tuviera que continuar años más.
Luego, prácticamente todos los presidentes colombianos intentaron negociar con las FARC, incluyendo al hoy cruzado anti-acuerdo Álvaro Uribe. Pero nunca se pudo. La guerra continuó, los secuestros se dispararon, los desplazamientos forzados, o desesperados, subieron dolorosamente hasta el cielo, o bajaron de las sierras, como se retrata tristemente en la película ‘Los colores de la montaña’, donde un colegio de niños es víctima del avance de la violencia.
El presidente Juan Manuel Santos –un político hábil-no ha hecho ningún milagro. Solo ha decidido negociar en serio y, en consecuencia, ceder en algunas cosas; no ha querido apostar por el aplastamiento militar, una vía ya demostradamente imposible. O posible, pero a costa de un dolor aún más inconmensurable. Lo que se firma mañana, en la esplendorosa Cartagena de Indias, no es una rendición, es un pacto por el realismo político y en defensa de la vida.
Porque como ha escrito Héctor Abad Faciolince en su conmovedor artículo publicado en El País, titulado ‘Ya no me siento víctima’, “la paz se hace para olvidar el dolor pasado, para disminuir el dolor presente y para prevenir el dolor futuro”. No hay otra alternativa. Al otro lado, en el campo que provocaría un ‘No’ en el plebiscito sobre el acuerdo que se realizará el próximo domingo 2 de octubre, están nuevamente las armas, los secuestros, las desapariciones, la muerte…
Todo no se arreglará rápidamente, ni mucho menos. El día después será probablemente lo más difícil, como ha escrito la colega Diana Calderón. Ni siquiera puede decirse, como sugiere ella, que llegará la paz a Colombia, dado que existen otros grupos armados como las Bandas Criminales (BACRIM) o el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Pero sí se desactiva uno de los mayores focos de violencia de la tierra de García Márquez, muchos años después.
A ver el logro, difícil pero ahora real, imagino que si yo fuera colombiano también votaría ‘Sí’. Como no puedo hacerlo, solo quisiera decirle sí a ese pueblo heroicamente alegre en medio de la adversidad; a esa gente linda que, en ese viaje a Cartagena, se paró a bailar sobre las mesas en una discoteca, con un ritmo tan intenso como el de las olas caribeñas (acto que compartí, como un cartagenero más), a sus magníficos escritores que nos han hecho soñar y delirar sin descanso.
Y, por supuesto, a esos niños que vi desde el avión cuando aterrizaba en la dulcemente cálida ciudad capital del departamento de Bolívar. Este respiro de lucidez también es para ellos, como para los cientos de personas que, en ese tiempo y ahora, pedían limosna o trataban de vender cualquier cosa en Cartagena. Es para los secuestrados que nunca volvieron, para los desaparecidos en la selva, para los heridos y victimados. Es un Sí solidario con las víctimas, en suma.