Los recuerdo bien. Tenían aspecto de milicianos, llevaban un fusil al hombro y portaban su característica bandera amarilla con palabras en árabe estampadas en tinta roja. Abajo, sobre el mismo lienzo, se veía el dibujo –en tinta verde en esa parte- de una mano enarbolando un fusil, junto a un mundo y a un libro que podía ser el Corán. Estaban detrás de una alambrada cerca de los Altos del Golán, en la permanentemente tensa frontera que separa al Líbano de Israel

La primera pregunta que me hice, y le hice a quien me acompañaba, era la esperable. ¿Por qué no estaban allí los soldados libaneses, sino estos combatientes que parecían salidos de un reporte de CNN? La respuesta en Israel era obvia, aunque en este Perú que caza moscas en vez de buscar las verdaderas causas de los conflictos sociales, no se entienda: porque tienen control territorial, porque son una organización política y militar, y sobre todo porque tienen aceptación popular.

Hezbolá (el ‘Partido de Dios’, frase que aparece en su bandera) no es, como se ha levantado más de una vez en nuestro medio, solamente una organización terrorista, un comando de orates dispuesto a disparar a mansalva o a agitar cualquier revuelta. Es un movimiento político de chií (la corriente minoritaria del Islam), que apareció en escena en 1984 en el Líbano, luego de la Revolución Iraní de 1979 y de las continuas incursiones israelíes en este inestable país.

Su antecedente es otro movimiento denominado Amal, que como Hezbolá pretendía representar al 40% de libaneses que son chiíes. Pero es el partido que lidera el clérigo Hassan Nasralá el que actualmente tiene la preeminencia, el que es visto por los chiíes como su gran referente, como el movimiento que los defiende de ataques, pero además que los protege mediante una bien diseñada red de hospitales y casas de ayuda. Que los informa a través de radios y televisoras.

Que les da voz política, por añadidura. En el Parlamento libanés hay al menos 20 parlamentarios de Hezbolá. Más aún: hace poco un grupo de ellos se reunió con el ministro de Asuntos Exteriores francés, para ver cómo se encara el vacío de poder generado desde que expiró el período de Michel Sleiman, un cristiano maronita, el 25 de mayo del 2014. Por cierto, el movimiento chií apoyó a este mandatario, lo que sugiere al menos cierto pragmatismo.

El ´Partido de Dios’ también ha tenido incluso ministros, por lo que sugerir que solo son una banda de extremistas barbudos es un despropósito supino. Todo esto, asimismo, es posible porque en el Líbano, país sumamente sui generis, el presidente debe ser maronita, el primer ministro suní y el presidente del Congreso chií. En ese maremágnum, Hezbolá gravita, procura influir y tiene un arraigo popular bastante grande, que le permite seguir en plena vigencia.

¿Todo esto lo santifica? No, en modo alguno. Su brazo paramilitar es responsable de numerosos atentados, algunos suicidas, sobre todo en Oriente Medio, así como el secuestro de soldados israelíes. En lo que respecta a América Latina, la mayor sospecha que recae sobre esta milicia y el movimiento en sí es estar detrás del atentado contra la embajada de Israel en Buenos Aires (1992) y del ataque con bomba a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994.

Este último hecho, monstruoso y cuyo origen hasta ahora no es aclarado (Hezbolá ha rechazado su participación y las investigaciones aún hoy no son concluyentes), es el que hace que algunas personas –apresuradas a mi juicio- establezcan un link, una conexión con hechos recientes y hasta con la presencia de chiís en la región Apurímac, el departamento donde está el proyecto Las Bambas. Pero nada sugiere, en serio, que ese misterioso vínculo exista, por numerosas razones.

Entre otras porque desde 1994 no se ha detectado ningún ataque similar en ningún sitio de la región. Ni siquiera los Estados Unidos, que consideran a Hezbolá una organización terrorista, dan cuenta de algún ataque, o conato de ataque, en tierras latinoamericanas. Lo que sí hay son sospechas de su presencia, de la intención de Irán (que apoya abiertamente a estos chiís) de influir en nuestros países a través de este grupo. De su presenta presencia en algunos países.

El único problema es, justamente, que todo es presunto, supuesto. No hay pruebas contundentes y aún si hubiera iraníes o libaneses en el Perú, Brasil, Argentina o Paraguay (la triple frontera que tienen estos países es otro lugar sospechoso, por la presencia de comerciantes árabes), eso no es sinónimo de “presencia terrorista”. Una prueba de esa descaminada exageración la tuvimos en el 2014 entre nosotros, cuando se detuvo en Surquillo al libanés Muhammad Ghaleb Hamdar.

Varios medios o políticos cacarearon y dieron por recontra cierto que era de Hezbolá y hasta se habló de su confesión. Sin embargo, el caso ha desaparecido del firmamento, en tanto que él mismo y su esposa, peruana de nacionalidad estadounidense, negaron toda vinculación con el movimiento libanés. Aún así, desde entonces, antes y ahora se ha estado periódicamente “levantando la noticia” como si fuera un artículo de fe, que no merece objeción alguna.

En la provincia de Abancay existe una comunidad chií, eso es cierto. ¿Es el germen de un movimiento subversivo que, en maligna alianza con Sendero Luminoso, estaría promoviendo conflictos sociales, tal como sugiere el solemne comunicado de la congresista Luciana León llamando al ministro del Interior, Carlos Basombrío, al Congreso? Allí entramos todavía en más problemas, porque relacionar a chiíes con maoístas ya constituye una afirmación de calibre casi delirante.

Los chiíes son religiosos, fundamentalistas en el caso del brazo armado de Hezbolá. Los suníes del ‘Estado Islámico’ no los pueden ver y, por eso, ambos se enfrentan en Siria. Pero meter en medio, vía un salto dialéctico inesperado, a las huestes de Abimael Guzmán ya califica como alucinado. Por favor, señorita congresista y aliados, busquen argumentos reales, sostenibles, para explicar nuestros conflictos sociales, en vez de maltratar la razón sin medida ni clemencia.


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