La hora de la ansiedad
Aunque la mayoría de encuestas siguen dando como ganadora a Hillary Clinton en las próximas elecciones del martes 8/11 (cuánto se parece la fecha al 11/9, el día del ataque a las Torres Gemelas) en Estados Unidos, todavía cunde en cierto temor global por las posibilidades electorales de Donald Trump. Nada, a lo largo de la campaña, parece haber demolido a esta suerte de magnate orate; al punto de que ahora, en el umbral de las urnas, sigue respirando.
Cuando, por fin, termine la batalla –ya sea con él o con la candidata demócrata como nueva inquilina de la Casa Blanca-, habrá que preguntarse cómo es que ese señor, cuyo ego colosal probablemente pesa más que sus millones, llegó hasta allí. No es una respuesta que pueda dar solamente una encuestadora, con un muestreo certero; es un asunto que también se hunde en la demografía, la realidad social y la cultura estadounidenses. Es una cuestión harto compleja.
Trump, como se sabe, representa a ese clamor que quiere que “América vuelva a ser grande”. No se dice con voz tan alta (aunque recuerdo haberlo visto en uno de sus carteles de campaña), pero a la vez es, en su mayoría, un grupo que también quiere que vuelva a ser “blanca”. Cómo entender eso a estas alturas de la Historia puede resultar algo fatigante, o alucinante; aunque digamos que, en pocas palabras, significa que no se quiere una nación tan múltiple.
Mi amiga Leda Pérez, sin embargo -profesora de la Universidad del Pacífico y norteamericana de origen cubano, dio el otro día, en una conferencia en la que participamos en la PUCP, un dato que debería voltearle el pelo al inesperado candidato republicano: para el año 2055, apenas dentro de poco más de un par de décadas, no habría una etnia dominante en Estados Unidos. En otras palabras, la América de ‘La familia Ingalls’ o incluso de Al Bundy quizás esté en extinción.
El ‘gran país del norte’, el de Hollywood y la NASA, ya no sería más, aplastantemente, un territorio ‘gringo’, si entendemos por eso la imagen estereotípica del estadounidense de origen europeo, devoto de las hamburguesas y la música country. Eso ya está ocurriendo, hace años, solo que parece que, en estas elecciones, se ha puesto en juego la posibilidad de que el proceso prosiga, o que del subsuelo aparezca una fuerza que, punta de disparates, la contenga.
El verbo incendiario de Trump, ahora algo atemperado debido a su caída en las preferencias, expresa de algún modo el grito contenido de ese norteamericano que va pasando de moda, y que ha sido bien descrito por una seria de reportajes muy bien montados en estos días por El País de España. Esos ‘gringos’ que ahora se sienten ninguneados, que, en su imaginario, han tenido que “soportar” a un presidente afroamericano, ¡por dos períodos!, están claramente en pie de guerra.
Son, parafraseando la novela histórica de James Ferdinand Cooper, como los “últimos mohicanos” de una América que se va, en tanto que hay otra que viene, que se ‘amestiza’ cada vez más, no sólo con la presencia de latinos sino, también, con la de asiáticos (un colectivo importante, que mayoritariamente está en contra de Trump). Todo eso hace que este martes 8/11 sea, más que la hora de la verdad, la hora de la ansiedad, de la incertidumbre casi sin límites.
Tal desconcierto no proviene solamente de la presencia del vitriólico candidato millonario. La propia Hillary Clinton no parece la persona hecha para descifrar, tan claramente, este momento de quiebre de la cultura política norteamericana. Aun cuando encarna algunos valores de la Norteamérica más moderna, más open mind (es feminista, tiene sentido social y es más cercana a los afroamericanos y latinos), concentra a su vez algunos valores poco digeribles para muchos.
Uno de ellos es que es alguien del establishment, de las élites de siempre, de una dinastía con poder además. Se da entonces la paradoja, o ‘parajoda’, de que la candidata política tradicional tiene la misión de interpretar al “nuevo país”, mientras que el postulante arrogante (descendiente de inmigrantes recientes, por añadidura), el que quiere que vuelva la “América de antes”, podría conectar con quienes quieren la renovación, con los que anhela con furor un outsider
Ese “nuevo”, para más complicaciones, es xenófobo, misógino, lenguaraz. Todas esas cualidades, claro, no han estado nunca ausentes en la sociedad estadounidense, pero sí en la cúspide del poder; de allí que Obama, casi alarmado, haya llamado a impedir que ese hombre llegue a la Casa Blanca. Que tenga acceso a los secretos nucleares, que pueda negociar con otras potencias, que decida las políticas públicas para todos. Que hable en la ONU, por Dios santo.
Hasta los republicanos más clásicos están asustados y buena parte del mundo también, salvo Rusia o, mejor dicho, el Kremlin, que parece ver con cierta fruición como Estados Unidos se complica. Se ha dicho de Trump que es ‘populista’ y, en la medida que habla sin anestesia a “las masas” y promete cerrar el país, tal vez lo sea. Sin embargo, se perfila más como un autócrata metido en el corsé de la rigurosa institucionalidad norteamericana, una combinación arriesgada.
¿Qué pasaría si gana, algo improbable pero aún posible? Lo más preocupante no sería que “cumpla” sus promesas, algo que parece no importarle mucho en la medida que, a lo largo de la campaña, ha variado un poco su discurso. El problema mayor, enorme, es que no se sabe realmente qué quiere, pues su programa está poblado de cosas incumplibles como el muro que pagarían los mexicanos. La incertidumbre, en manos de un ególatra, es bastante peligrosa.
Supongo que el martes 8/11 por la noche, pase lo que pase, el mundo seguirá existiendo, las urnas habrán dado su veredicto en todos los estados (unidos y asustados), y habrá material para el análisis y la angustia. Como fuere, la pregunta que seguirá flotando es cómo la sociedad contemporánea, en EEUU y en otras partes, puede producir líderes políticos de este calado, que confunden sus deseos desatadamente narcisistas con la idea, modestísima, del interés público.