Por lo general son ‘blancos’ (con toda la discusión que esa palabra referida al biotipo puede tener), suelen tener un verbo áspero -que a veces modulan-, ven a los inmigrantes como una amenaza casi espacial, desconfían o abominan de la globalización, rechazan a la presunta clase política tradicional. Sueñan con que su tierra sea “grande otra vez”… 

Marine Le Pen, la candidata perdedora de la reciente segunda vuelta en Francia, es una de las puntas de lanza de ese conglomerado extremista que va ganando titulares y votos en distintas partes de Europa, y del mundo. El Frente Nacional (FN), que lidera, fue fundado en 1972, pero no es, como se cree, un chupo surgido de la nada en los 70.

El fascismo (ideología que exalta la idea de monolítica de nación, de corporativismo social, llevada a la práctica por Hitler, Mussolini y otros esperpénticos líderes) nunca se fue, jamás dejó de latir en las entrañas europeas. Incluso en Alemania, apenas culminada la sangrienta Segunda Guerra Mundial, la huella de los nazis se dejaba sentir.

Tal como relata el periodista español Manuel Florentín en su ensayo “Retirada a los cuarteles de invierno (1946-1989)” (&), una encuesta hecha por los norteamericanos en 1946, en las tierras alemanas vencidas, arrojaba que entre 10 al 15% todavía se consideraba nacionalsocialista militante. Y un 48% creía que había “razas superiores”.

Tres años después, en 1949, otro estudio estimó que el 59% consideraba que el nazismo era una buena idea, pero “mal administrada”. Aún si estos sondeos exageraban, lo cierto es que ni el lugar donde el fascismo creó la mayor máquina de demolición humana, y donde estaba prohibido, pudo liberarse totalmente de su impronta, de su persistencia.

El Partido Nacional Democrático de Alemania (NPD, por sus siglas en alemán), nacido en 1964 y que hoy tiene europarlamentarios, es una resultante de ese nazismo residual, que en sus inicios se difuminó en varios conglomerados que tuvieron más, o menos, fortuna. En otros países europeos ocurrió algo similar, a pesar de lo sufrido y vivido.

En la Italia, hacia 1946, apareció el Movimiento Social Italiano (MSI), heredero del fascismo mussoliniano; en Francia –recuerda Florentín- fueron numerosos grupúsculos, hasta que el FN irrumpe en los 70 con fuerza, de la mano de Jean Marie Le Pen, el papá de Marine; en Austria, apareció en 1955 el Partido Liberal Austríaco (FPO).

Hay una historia detrás, que ha ido gestando lo que vemos hoy, al punto que el FPO casi gana las elecciones presidenciales del 4 de diciembre del 2016, con su líder Norber Hofer. Ya antes, el FPO había estado en una coalición de gobierno con el Partido Popular en el 2000. La ultraderecha, en suma, ha estado siempre rondando al poder.

¿Qué está pasando hoy? Las idas y venidas políticas del mundo, y de Europa, dan oxígeno o asfixian a estos tremebundos movimientos de ultraderecha. Florentín distingue tres períodos en ellos: el de la refundación (1945 a 1960), caracterizado por sobrevivir en las ruinas de la posguerra; el del replanteamiento estratégico (1960 a 1972) ; y el del desarrollo (de 1972 a 1989, año de la caída del Muro de Berlín).

No es casual que el FN, uno de los mayores referentes de esta corriente, nazca en 1972, un tiempo en que Europa no vive en una crisis económica, pero sí comienza a sentir la presencia de la inmigración. La fobia al extraño, al otro, al distinto, es uno de los ingredientes que acicatean la ideología fascista y fue por estos años que lo volvieron a incorporar a su menú. En el pasado, fueron los judíos; ahora eran los turcos y árabes.

Son los años, además, cuando la Unión Europea se va consolidando, a paso lento pero seguro, algo que también es considerado por estos grupos como la antítesis de lo puro, lo nacional, lo peculiar. Para un hombre, o mujer, de ultraderecha nacionalista ser solo un país más dentro de un bloque regional es algo así como perder el alma social.

Y también política. Todos los partidos que hoy vemos pugnando en la escena electoral para hacer sentir, o ganar –como el FN, como FPO, como el Partido por la Libertad de Holanda (PVV), o el Partido de la Independencia del Reino Unido, UKIP-, rechazan el euro, el crecimiento de la UE, o su mismísima existencia. Son,digamos, eurofóbicos.

El impulso, como hemos visto, viene desde atrás, pero es curioso que a la vez quieran juntarse y hacer puño. En enero pasado, en la ciudad alemana de Coblenza, se juntaron, juntos y no disueltos, varios de ellos: el PVV, al mando de Geert Wilders; el FN de Marine Le Pen; Alternativa para Alemania, que fue representada por Frauke Petry.

Una de las frases que sonó en el cónclave fascista fue que se venía una “primavera patriótica” en Europa, una frase que, para cualquiera que conoce un poco la historia turbulenta del Viejo Continente, suena tenebrosa. Por supuesto, también hubo alusiones a la “Nueva América” de Donald Trump, un pariente cercano, cercanísimo, carnal.

Al crecimiento, problemático pero real de la UE a través de los años, y el auge de la inmigración proveniente de África y los países árabes o musulmanes, se ha sumado en estos tiempos la crisis económica, las tempestades del euro. Para este frente de fascistas contemporáneos, era lo que faltaba para sazonar su menú vitriólico y porfiado.

En cierto modo, los remezones del bloque regional se deben a al auge de estos partidos, que incluso tienen un bloque en la Eurocámara, denominado ‘Europa de las Naciones y las Libertades’, desde donde de vez en cuando algunos de sus miembros o sus afines profieren barbaridades. El 2 de marzo pasado, por ejemplo, Janusz Korwin-Mikke –un representante polaco sin partido pero de ideología nazi- dijo algo delirante.

Según él, las mujeres debían ganar menos porque eran “menos inteligentes”, algo que causó el estupor y el rechazo de los demás eurodiputados. Son esas ideas, esas tendencias, las que están circulando en Europa, de la mano de estos hombres y partidos. El terrorismo de origen islamista añade fuego a la hoguera.

Para ellos y ellas, al estilo Donald Trump, todos los musulmanes son sospechosos, sino culpables. Geert Wilders, el líder del PVV holandés, es en esto escandalosamente emblemático. Antes de las pasadas elecciones del 15 de marzo, en las que quedó tercero, dijo que las mezquitas eran “como templos nazis”y que su país debería limpiarse de marroquíes. No son frases que alarmen a sus congéneres.

De talantes similares son el Partido Popular Danés, los Demócratas de Suecia, el Partido de los Verdaderos Finlandeses, la Liga Norte de Italia o los matones de Amanecer Dorado, que han agredido a ciudadanos y periodistas. En la xenofobia, hermanos; en el rechazo a la UE, lo mismo; en el ultranacionalismo, ídem.

Los extranjeros llegan, supuestamente, a quitarles el trabajo que antes tenían. Los musulmanes, peor aún: a imponer costumbres extrañas y encima a perpetrar posibles atentados; la UE a hacerlos menos libres (de allí que varios de estos partidos tengan el seductor nombre de “partidos por la libertad”).

Mientras esta marea sube (ojo que la derrota de Le Pen no significa que desaparezca del mapa, pues sigue posicionada con fuerza en la escena política francesa), Trump lanza guiños y coqueteos desde el otro lado del Atlántico. Y Vladimir Putin, a su aire y su estilo, alza la bandera del nacionalismo ruso durísimo.

Vamos a tener que convivir con esta sombra por muchos años al parecer, a punta de democracias más sólidas, sustanciales y efectivas. Y al mismo tiempo afianzando la memoria de lo que fue el fascismo desatado, en Alemania y otros lares, cuando se hizo con el poder y aplastó la dignidad humana. Cuando estableció regímenes que, al fin de cuentas, están más basados en el delirio que en la realidad.


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