El huracán 'Jair'
Bolsonaro, el candidato de la ultraderecha brasileña pisa fuerte en la turbulenta campaña electoral brasileña. ¿De dónde salió ese viento político tan pernicioso?
Sostiene que los afrobrasileños “no sirven ni para procrear”, que sería incapaz de amar a un hijo suyo si fuera homosexual, que quienes critican su plan de gobierno son “analfabetos” y, por supuesto, que le gustan las dictaduras. En el 2015, le dijo a la congresista María do Rosario que no merecía ser violada “porque era muy fea”. Y cuando le tocó votar por la destitución de Dilma Rousseff , en abril del 2016, lo hizo en nombre del coronel Carlos Alberto Brilhante, el torturador de la ex presidenta.
Por entonces, Jair Bolsonaro ya era bastante conocido en el ecosistema político del gigante sudamericano (había sido elegido diputado desde 1990), pero era difícil pensar que, en la campaña presidencial de este año, se proyectara con una fuerza tan inusitada. Va adelante en las encuestas, con un 28% de intención de voto, seguido ahora por Fernando Haddad, el candidato de Lula (19%). ¿Qué está representando este algo inesperado ciclón de la ultraderecha regional?
Quizás el susto y la sorpresa actuales no dejen atisbar con serenidad de dónde viene, pero conviene seguir algunos rastros. Como en Estados Unidos, tras la llegada a la presidencia de alguien visto como un marginal se puede producir un sismo político de proporciones, pero luego es previsible una réplica. En el país del tío Sam, fue un afroamericano (al que Bolsonaro también despreciaría); en Brasil ha sido un obrero metalúrgico, hoy preso sin candidatura y caído en desgracia.
Los resortes de la opinión ciudadana no parecen solo estar clavados en las ideas políticas, sino en la cultura, en el imaginario social. Recuerdo que al cubrir durante unos días las elecciones norteamericanas del 2008, cuando se presentó por primera vez Barack Obama, un profesor de la Universidad de Indiana me advirtió de esa posible contracorriente, que podría demorar años en gestarse. Siempre que veo al deslenguado Donald Trump hablando, y actuando, me acuerdo de él.
En Brasil tal vez haya ocurrido algo similar. El Partido de los Trabajadores (PT), con Luiz Inácio Lula da Silva a la cabeza, entró al poder en el año 2003 y no salió del Palacio de Planalto, la sede del gobierno, hasta el año 2016, cuando Dilma Rousseff, su sucesora, fue destituida de manera forzada por el Parlamento. Fue allí donde Bolsonaro apareció con cierta fuerza y, si se revisa el verbo flamígero de otros congresistas, se puede percibir un viento extremista en gestación.
Algunos de quienes tumbaron a Rousseff no cumplieron solo con su “deber constitucional”, como argumentaron quienes los justificaron, incluso en el Perú. No. Tenían un ánimo de restauración, de liberación del PT, al que ciertos políticos y ciudadanos consideraban casi diabólico. Algo decía, por ejemplo, el gabinete que, tras la caída de la presidenta, estrenó Michel Temer: no había ni mujeres ni afroamericanos. Volvían los viejos tiempos, comenzaba el cambio hacia atrás.
También ha gravitado, en el impulso a la caída de Bolsonaro, la fangosa corrupción en la que se vio envuelto el PT. Si bien este es un viejo y gigante mal de la política brasileña, era imposible sostener que no cayó, como los otros partidos, en el charco. Lula mismo, aun cuando tiene una pena a mis ojos desproporcionada, tuvo que saber algo de lo que pasaba. No pudo evitar que esa marea cultural lo arrastre, lo involucre. Se rindió ante un enemigo demasiado grande.
Para muchos ciudadanos honestos, se trató de una decepción profunda; para quienes siempre odiaron a Lula, se convirtió en un gran combustible para la cruzada que buscaba expectorar a la izquierda del poder. Un sector de la ciudadanía la odiaba no solo por la corrupción, sino por su enfoque de género, por sus políticas de inclusión, por su intento de cerrar la brecha social. No había ninguna revolución en curso, pero para algunos todas esas cosas eran herejías.
Era esperable que en uno de los países más desiguales de América Latina eso ocurriera, aun cuando nadie la pasó tan mal en los tiempos del PT. Los empresarios ganaron como nunca, una gran parte de la población más desprotegida (se estima que unos 50 millones) salió de la pobreza extrema. Fueron tiempos gloriosos. Pero así como la economía creció, la corrupción también se hizo más grande, y acaso más evidente, más clamorosa.
Isaac Risco, colega de la agencia alemana DPA, me comenta por teléfono desde Río de Janeiro, una de las ciudades más violentas de Brasil, que hay además otro elemento: la enorme inseguridad pública, un mal que Bolsonaro promete solucionar con más violencia. “Ese –me cuenta el colega- es un mensaje que cala en sectores populares, que sufren a diario este dramático problema”. No les resulta muy difícil estar de acuerdo con que se enfrente con medidas “radicales”.
Todas las experiencias similares en el mundo, la de Brasil incluida, donde se ha aplicado parcialmente mandando soldados a la calle, han naufragado. Pero el lenguaje áspero del candidato cala precisamente porque se asienta en el miedo. Se afianzó aún más luego de que él mismo fuera apuñalado, el pasado 6 de septiembre en el estado de Minas Gerais. La violencia social brasileña, tan intensa, engendró el cóctel perfecto y terrible para su crecimiento.
Pero hasta personas que habitualmente no parecen tan extremistas ven en Bolsonaro una oportunidad, una esperanza. Creen que no está tan mezclado con la corrupción, a pesar de que está en política desde los años 90. No se le conoce grandes escándalos, es cierto, aunque sus propias declaraciones y amenazas son sublevantes. Sin embargo, la ilusión de que puede exorcizar, con su sola presencia ese mal endémico es grande, y ha persuadido a una parte del electorado.
¿Qué puede pasar? De momento, Haddad, el candidato de Lula sería su rival en la segunda vuelta, algo que aumenta las posibilidades de ganar de este vitriólico ex capitán del Ejército, debido al alto rechazo que tiene el PT entre vastos sectores ciudadanos. Una encuesta de la empresa Datafolha vaticina que, si ese escenario se produce, se daría un literal empate técnico entre ambos postulantes (41 a 41), lo que desataría una tensión tan grande como el mismo país.
Si fuera Ciro Gomes, del Partido Demócrata Trabalhista (PDT), el escenario sería más desfavorable para Bolsonaro, pues perdería por unos cinco puntos. Nada es definitivo cuando faltan apenas a dos semanas para la primera vuelta del 7 de octubre. Incluso esta tormenta ultraderechista se podría desinflar, como los huracanes, cuando una parte de los ciudadanos comience a tocar tierra y se dé cuenta del enorme peligro que significa tener un presidente de ese estilo. Aún así, este viento terrible, que parece formar parte de la onda populista mundial, ya causó estragos y sacudió la estabilidad política y social de Brasil.