Entre el poder y la esperanza
López Obrador asume el poder en México y anuncia austeridad, programas sociales, obras públicas, el fin de la corrupción. Un rosario de enormes promesas, para una población cansada y esperanzada, que apuesta por él con ilusión.
El Tren Maya, pensión para los adultos mayores, 10 millones de becas para estudiantes, 100 universidades públicas, medicamentos gratuitos para los más pobres, creación de la Guardia Nacional, créditos baratos para agricultores y artesanos, zona franca en la frontera con Estados Unidos. Reducción del sueldo del presidente al 40%. Venta del avión presidencial. Conversión de la Residencia Presidencial de Los Pinos en un museo...
¿Revolución? Hay más…Reducción de oficinas del Estado en el país y en el extranjero (solo consulados y embajadas), cancelación de la salud privada para los funcionarios públicos, no al fracking ni a los transgénicos, aumentos del salario mínimo por encima de la inflación, sembrado de un millón de árboles en el sur y sur-este del país, nueva refinería petrolera, eliminación del fuero del propio presidente, ampliación de los puertos de Salina Cruz (Oaxaca) y Coatazacolcos (Veracruz). Consultas a granel…
Quizás, dentro de algunos decenios, algún historiador escribirá que ayer, 1ro de diciembre del 2018, llegó al poder un presidente que prometió una suerte de refundación del país, que incluso planteó -para exigirse- que a los dos años iría a un proceso de revocación, a fin de que se le pidiera cuenta de sus profusas promesas. O de algunas de ellas al menos. Eso es lo que tal historiador escribirá, con seguridad, porque ya ocurrió así. Lo que no se sabe es qué se escribirá acerca de él sobre lo que en verdad aconteció de acá al 2024.
Porque Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el ‘Peje’, el tabasqueño empeñoso, el presidente que barrió, como nunca nadie lo hizo en México, en las elecciones presidenciales de julio pasado, se está exigiendo a sí mismo y le está exigiendo a la Historia con mayúsculas. Se quiere tomar en serio lo de la Cuarta Transformación, que supuestamente él ahora encabeza, luego de que la primera fuera la Independencia (1821-1836), la segunda la Reforma impulsada por Benito Juárez (1855-1863) y la tercera la Revolución, que comenzó en 1910 y duró varios años (algunos dicen que aún continúa).
Todas esas cosas que anunció, en dos sendos discursos pronunciados el sábado 1ro de diciembre (uno en el Congreso y otro en el Zócalo), son, en su mayoría necesarias (lo de las 100 universidades públicas sí me suena un poco iluso, y no sé si posible), demandadas, hermosas inclusive. El tema, y el problema, es si son factibles, viables no sólo por el impulso de la masiva esperanza, sino también por la cruda realidad política y económica. Un grupo de economistas consultados han dicho que podría hacerse un, digamos, 50% de eso, pero de lo otro no tiene certeza ni Quetzalcóatl, ese mágico dios que, en algunas culturas prehispánicas, significaba el origen de la vida misma.
amlo en el zócalo con los indígenas. fuente: el financiero
Ocurre que la vida de los mexicanos está tan jodida que, en las últimas elecciones, no parecía posible otra opción que apostar por la esperanza, tras unos penosos seis años de Enrique Peña Nieto, quien deja el país con cerca del 50% de ciudadanos en situación de pobreza persistente. En medio de un reguero de miles muertos, provocados por la brutal guerra entre el crimen organizado y el Estado, que llega a extremos de crueldad que incluyen crucifixiones e incineraciones. Bajo la sombra de una inequidad casi pornográfica que hace, según Oxfam, que las 10 personas más ricas de México tengan una riqueza equivalente a lo que ganan, para vivir mal, esa mitad de personas que no ha conocido, en modo alguno, ni la bonanza ni la vida ‘fresa’.
¿Era extraño que un 53% de mexicanos votaran por ese hombre insistente que, recién a la tercera vez y sorteando todas las tormentas, llega al Palacio Nacional? ¿Sorprende que lo vean como una especie de líder del renacimiento luego de que se pasó años recorriendo el país y gobernó, con cierto éxito, el importantísimo Distrito Federal? ¿Por qué no iban a estallar de ilusión tantas personas por alguien que no anda en carros de lujo, ni se echa gomina al pelo? López Obrador es el fin de un camino de decepciones, puestas como baches por los ahora pulverizados partidos tradicionales.
El ‘Peje’, por añadidura, ha dicho que quiere hacer todo eso apoyado en dos presuntas llaves maestras: la lucha contra la corrupción y el fin de la impunidad. Pero curiosamente las ha puesto, digamos, en positivo. No mirando para atrás (no habrá venganza, ha insistido) sino hacia adelante, como si quisiera atisbar en el horizonte de su sexenio una reinvención de la moral ciudadana (se viene una ‘Constitución Moral’). Como si le dijera a los mexicanos “basta, olvídense de lo que hemos sido, podemos ser distintos”. Podemos dejar de permitir privilegios escandalosos el poder. Podemos dejar de ningunear a los pobres, a los indígenas, a las mujeres. Podemos dejar de matarnos entre nosotros.

la mitad de la población es pobre en méxico. fuente: animal político
Algunos apresurados lo ven como un demagogo. O lo comparan -a mi juicio de manera harto descaminada- con Jair Bolsonaro, ese ultraderechista brasileño que también ha generado esperanza, pero en base a amenazas de alto calibre. No, yo no creo que AMLO sea sólo un discursero y menos un matón. Se le puede colgar el rótulo de ‘populista’ si -siguiendo la rigurosa teoría política y no la cháchara mediática- constatamos que se presenta como alguien que procura cubrir un déficit generado por la pésima relación entre las élites políticas y la gente. Él mismo lo sugirió, en sus palabras inaugurales, al sostener que el poder económico ya no gobernará al poder político. O al decir que ya debe acabar el escandaloso cuadro de que haya “un gobierno rico y un pueblo pobre”.
El voluntarismo que exhibe para enfrentar esos males, o para fomentar una economía dinámica fuera de los cánones “neoliberales”, lo convierte en un caudillo por supuesto. Nunca dejó de serlo. Y en ello pueden estar su fuerza y a la vez sus peligrosas limitaciones. También su perdición si, en los meses que vienen, tanto poder (tiene mayoría en ambas cámaras) lo afiebra y le hace perder el sentido de la realidad mexicana, latinoamericana y global. Su gran reto es hacia adentro, pero debe saber que el mundo lo mira, que la izquierda regional lo pulsea, que la derecha de siempre lo vigila. Y especialmente que sus votantes no quieren ni un poquito de lo mismo.
AMLO no es Benito Juárez, aunque quiere parecérsele (dice que atenderá todos los días a la gente, como hacía el legendario líder zapoteca), ni Lázaro Cárdenas, el general señero que de 1934 a 1940 le dio algún lustre a la Revolución Mexicana atendiendo realmente a los pobres y desposeídos. Es él, simplemente. Un político de viejo cuño, que ha pasado por varios partidos (el Partido Revolucionario Institucional, PRI, entre ellos), un pragmático que ha hecho alianzas hasta con evangélicos de derecha, o con ex miembros de numerosos partidos. O con empresarios a los que no asusta. No es una nueva versión de Hugo Chávez, ni de Fidel Castro. Y menos aún del tiránico y tozudo Daniel Ortega.
Es el hombre que ha pisado el umbral del poder en México en un momento en el cual, este país lindo y querido, ya no da más. Es el líder que se impone tras numerosos ensayos fallidos (de la derecha, del PRI sanforizado), que tiene a su favor una suprema conexión con la gente y en contra algunas rutas nebulosas para el tamaño de sus desafíos. Que, además, tendrá una oposición minoritaria pero activa y resentida. No puede fallar, en efecto, como lo ha proclamado y se lo exigió hasta un ciclista al lado de su auto. Su naufragio sería el de todo su país, incluyendo a sus enemigos. Ahí está el detalle, señor AMLO: un fracaso más sí importaría, para los mexicanos, para los latinoamericanos, para la comunidad mundial y sobre todo para los pobres entre los pobres que ahora lo arropan.