(Desde La Habana) Al amanecer del miércoles 30 de noviembre, mientras un helicóptero zumba en el cielo semiabierto de La Habana, una nueva multitud devota se agolpa frente al Ministerio de las Fuerzas Armadas (Minfar), plantado a un costado de la Plaza de la Revolución. En el piso de esta ha quedado la huella de la marea humana de la noche anterior, que se pasó horas de horas escuchando a líderes de varios países, a su propio presidente, al mismísimo Fidel Castro acaso. 

Aquí, en esta mañana de duelo continuo, no hay ni una cruz a la vista, ni un señor cura que convoque plegarias, ni sahumadoras que echen incienso oloroso a la atmósfera citadina. Aún así, el aire tiene forma de un tornado cuasi religioso, se mezcla con los gritos y lágrimas de los cientos o miles de asistentes, y parece regarse a lo largo de la ruta por donde pasará el largo y solemne cortejo fúnebre del hoy desaparecido, aunque presente, líder de la Revolución Cubana.

Lágrimas y proclamas

Una señora muy anciana, de pelo canísimo, estalla en un llanto desesperado, al ver cómo comienza a salir la tropa de vehículos que lleva, con un aire dolido y solemne, los restos mortales del Comandante en Jefe. “Ten calma, ya eres una persona mayor”, le dice con el típico acento caribeño alguien que podría ser su hija. Pero la doña revolucionaria no para, se rompe en lágrimas y alcanza a decir que él “lo era todo”, que le cambió la vida entera.

El cortejo es largo y solemne. Primero van dos policías en motocicleta, luego un auto negro, en seguida un camión de porte militar, tras él un carro de combate (lo que se suele llamar jeep), donde están, silenciosos y marciales, cuatro comandantes en impecable uniforme, que parecen ser de la vieja guardia, de esa que se fajó con Fidel. Por fin, después de este vehículo viene otro similar, con otros cuatro comandantes, que jala la urna mortuoria del legendario guerrillero.

Es una pequeña caja de cedro, brillante y lustrosa, que no parece corresponder al tamaño en vida del difunto. Encima tiene la bandera cubana, y alrededor está sembrado de flores blancas que contrastan con el verde olivo que domina prácticamente toda la comitiva. A medida que avanza, los presentes se desesperan, lloran y claman, como en la noche anterior “!Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!”. Un grupo de jóvenes grita, por añadidura, “!Ordene, Comandante, ordene!”

La tropa (no resulta exagerado llamarla así, porque el cortejo también tiene un aire militar, propio de la Revolución, de una historia llena de combates) de autos avanza y la multitud se cuadra, saluda. Pero a la vez persiste esa suerte de aire místico, poblado casi rezos revolucionarios, de proclamas, en la calle y en los medios, que tienen a quien se va como un hombre excepcional, fuera de serie, de los que, según ellos, no ha habido en este mundo.

Un grupo de muchachos grita “!los jóvenes no pararemos, los jóvenes no pararemos!” y, en medio de ellos, se va en lágrimas Beatriz Pérez, una estudiante de computación de 20 años. “Él nos enseñó –dice, sollozando- a ser humanos, a ser solidarios, a compartir lo que tenemos y no tenemos. Hay que pensar primero en todo el mundo, en los niños que no tienen nada que comer”. De fondo se escuchan más arengas, cánticos, mientras el cortejo prosigue, no se detiene.

La gente se va apostando en las calles (desde la madrugada, se ha dicho en la televisión), para dar vivas, con banderitas cubanas y carteles de Fidel, a la comitiva que tras varias cuadras dobla por la calle 23, una arteria central que avanza cortando otras calles denominadas con las letras C, D, E, F…Más o menos a la altura de la “M” está el hotel Habana Libre y es una zona donde, increíblemente, hay señal wifi, una novedad que tal vez hubiera sorprendido al Comandante.

Santos y santeros

En todo el trayecto, la gente se ha puesto en las veredas, para ver pasar al hombre que muchos consideran el Patriarca, el Padre de la Patria. Es una verdadera procesión de homenaje, contrita y laica, para un hombre que no era creyente, pero que siempre dijo agradecer la formación jesuita que recibió en el colegio. En algunas ventanas hay banderas del “Movimiento 26 de Julio”, ese frente primigenio con el que Fidel comenzó su lucha, allá por los años 50 del siglo XX.

La Habana no está paralizada, pero sí seca o al menos semi-seca y callada. No hay grandes fiestas, ni cabarets que desparraman su frenesí, ni fiestas en las calles o en el malecón, algo habitual en los días en que la vida sigue igual. Está prohibida la venta de licor y las tiendas, como me comenta un amigo, están trabajando a medio motor. De todas maneras, han llegado muchos turistas, algunos para ver el funeral histórico y otros para pasearse por la ciudad vieja.

La ciudad, como fuere, no puede evitar la imponente presencia del cortejo. Después de pasar por las avenidas centrales, este se ha dirigido hacia San Miguel de Padrón, un barrio de las afueras habaneras, algo marginal, de población mulata y afrocubana en su mayoría, y sobre todo poblado de numerosos santeros. De esos hombres y mujeres que invocan a Eleguá, a Xangó o a Yemanyá revolviendo conchas marinas, poniéndose collares y pronunciando palabras en idioma bantú.

En algún momento fueron ajochados por la Revolución, porque los consideraron peligrosos, pero ahora están acá también despidiendo a Fidel, sobre quien incluso hicieron pronósticos hace unos años, cuando recién se enfermó. En la muchedumbre que espera el paso de la urna al borde las pistas, no es extraño ver a un santero o santera, a quienes se distingue por sus vestidos blancos y sus paños del mismo color en la cabeza (las mujeres), y casi siempre por su tez morena.

Por fin, el cortejo ha salido de La Habana y enrumba hacia Matanzas, una ciudad que está en ruta hacia Varadero, el conocidísimo balneario, donde junto con hoteles de lujo –sobre todo de cadenas españolas- conviven carteles que llaman a mantener viva la llama revolucionaria. Hay gente que espera en las carreteras al Comandante, siempre con banderitas, o con banderas grandes, con gritos, con gritos de lucha, como si lo de Sierra Maestra recién comenzara.

De Matanzas los restos de Fidel fueron avanzando hacia la provincia de Villa Clara para, por fin, en la noche que va del 30 al 1ro. de noviembre, detenerse en Santa Clara, capital de dicha provincia, donde está el monumento al ‘Che’ Guevara, quien en los años locos de la Revolución logró, junto a otros guerrilleros, descarrilar un tren que llevaba a las fuerzas del dictador Fulgencio Batista. En este lugar, la ceremonia es grande y tiene un ingrediente incluso cultural.

El camino de Santiago

Hay música, hay teatro, hay calor ciudadano y, nuevamente, ese sentimiento que parece arrobado por una mística que los creyentes en un Dios del Cielo tal vez verían con asombro. Un locutor de televisión dice que, esa noche, “el Che y Fidel han conversado”, como si fueran dos santos, como si hubieran recobrado vida y estuvieran preparando un discurso para sus fieles. También para sus detractores, o para los escépticos, que al menos han guardado discreto silencio.

Al momento de cerrar estas líneas, la caravana se preparaba para seguir su camino a Santiago de Cuba, la ciudad final, donde el cementerio de Santa Ifigenia guardará las cenizas de Fidel, donde también está enterrado José Martí, próceres y héroes de la independencia cubana de España. Eso será al final del recorrido, recién el domingo 4/12/16, cuando Fidel Castro Ruz haya hecho, ya de manera simbólica, el mismo recorrido que hizo a inicios del turbulento 1959.

Esta caravana va en sentido inverso a esa ruta, que entonces comenzó en esa ciudad oriental y terminó el ocho de enero de ese año cuando las tropas revolucionarias entraron en La Habana, encabezadas por Camilo Cienfuegos, el Che Guevara y Fidel Castro. Los dos primeros se fueron de este mundo hace tiempo, y ahora se va esa suerte de héroe santificado, que ha provocado devotos y renegados, en Cuba y en todo el mundo. Y al que la Historia le será imposible ignorar.


(Fotos: EFE)


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