fuente: el dínamo, chile

El péndulo de Sebastián

Piñera gana con comodidad la segunda vuelta presidencial en Chile. Pero ese giro hacia la derecha no implicará, en modo alguno, una dramática marcha atrás

Publicado: 2017-12-18

Hace ocho años, a comienzos del 2010, fui testigo in situ del primer triunfo de Sebastián Piñera, cuando fui a cubrir el proceso de ese año para el diario La República. Una imagen que se me quedó, grabada a fuego electoral digamos, es la eufórica entrada de un grupo de muchachos -de mediana edad en rigor- gritando al hotel de campaña casi como si el pueblo hubiera tomado La Bastilla. O la Alameda Bernardo O’Higgins. 

Traté de reportear a una de ellas, pero prácticamente no se le entendía palabra alguna. Presa del desafuero, emitía sonidos un poco guturales, en los que se podía distinguir algo así como “!por fin, por fin!”. Segundos después, uno de sus compañeros, menos desatado, me dijo que estaba contento de que la derecha volviera al poder en Chile, “muchos años después”, como si una profecía de García Márquez se cumpliera.

Piñera –¡no ‘Piñeira’, por última vez para algunos despistados!- ha vuelto a triunfar en la segunda vuelta realizada ayer, con el decoro político del caso, mientras en el Perú nos queremos vacar hasta los ojos. Solo que ahora su llegada no tiene ánimo de refundación, de año cero de la vida política y social de Chile. Ha ganado cómodamente a un centro izquierda e izquierda convertidas en un archipiélago con escasos puentes comunes, pero no las tiene todas.

Su victoria, por añadidura, no es la consumación del giro final de la América Latina, como auguran algunos entusiastas que confunden sus deseos con los datos sin cocer de la realidad. Es cierto que una Argentina y un Chile recargados hacia la derecha crean un polo de donde, por ejemplo, me parece ya avistar tiros políticos más contundentes hacia el penoso gobierno de Nicolás Maduro en la norteña Venezuela.

Aún así, lo que pasa en México con la potencia electoral de Andrés Manuel López Obrador, o en Brasil con la increíble vigencia de Lula a pesar de sus profusos enredos judiciales, hacen que ver que el viento zurdo del pasado ha disminuido pero no desaparecido del todo. La puja entre las dos esquinas del espectro político, con todo lo discutible que es dividirlo así, continúa y el triunfo de Piñera abre otro capítulo.

En Chile mismo y en toda la región. Al interior del país sureño, para comenzar, hay ciertas vallas que Piñera y su sonrisa de empresario exitista no podrán derribar. Entre otras, las del matrimonio igualitario y la de la despenalización del aborto por tres causales (peligro para la madre, violación, inviabilidad del feto); o las discusiones sobre las AFPs y la educación, salvo que quiera calles aleonadas por cuatro años.

Por allí se explica que, en los últimos días de la campaña, el candidato triunfante haya tenido que aceptar que, al menos en materia de gratuidad parcial de la enseñanza, no retrocederá totalmente. No tiene mayoría parlamentaria absoluta, además, con lo que tendrá que bajar sus revoluciones y disponerse a negociar, no como gerente con el sindicato, sino como Jefe de Estado con diversos grupos que quizás no le otorguen luna de miel alguna.

El ‘progresismo’ ha perdido, de manera dolorosa como sentenció Gillier, pero en el terreno electoral presidencial, no en el social. El auge del Frente Amplio, un movimiento más anclado en los ciudadanos que en las añejas estructuras partidarias, pone en la cancha una pelota que antes no se veía con claridad. No es un grupo de dinosaurios extremistas, como piensan algunos; es un grupo de gente que busca otra frecuencia.

¿Cuál? Esa que surge cuando una sociedad tiene algunas necesidades básicas resueltas y quiere otras cosas, como las ya mencionadas antes (el matrimonio igualitario y la no condena furibunda del aborto), y que a la vez no se olvida de la rotunda desigualdad, que aún sitúa a Chile en un deshonroso lugar en el ránking latinoamericano. Es el quinto país con más abismo social, luego de Honduras, Colombia, Brasil, Guatemala y Panamá.

Piñera tiene que plantearse esos temas, no solo por cálculo político y para no verse acorralado en el Congreso; también para sintonizar más con su electorado clasemediero, que ha creído ver en él no un mero bussiness man sino, a la vez, un hombre realmente preocupado por el país (la propia Bachelet le ha reconocido esa cualidad al felicitarlo telefónicamente por su victoria). Alguien que no ofrece solo más malls a los chilenos.

La economía chilena, según los pronósticos, crecerá en 2018 sí o sí, debido al aumento del precio del cobre, su exportación vital, algo que no ocurrió en tiempos de Bachelet II. Por lo mismo, su oportunidad de descafeinar su propuesta básicamente economicista, de crecimiento a ritmo yuppie, está allí, lista para que se parezca más a Juan Manuel Santos que a Mauricio Macri. No son tiempos para que se ponga ultramontano

Si atiende los susurros a la oreja que ya le debe estar echando José Antonio Kast, el candidato chileno de las cavernas, devoto persistente del generalísimo Augusto Pinochet, le puede ir mal, muy mal. ¿Podrá neutralizar los coqueteos con ese comando que no se convence de que es imposible congelar la Historia en una lata de conserva? Veremos. Porque él mismo tiene arranques que lo ponen en el siglo pasado.

Y suele desbordarse con sus ‘piñeradas’, como aquella –memorable- de confundir a Willem Dafoe, el Duende Verde del film ‘El hombre araña’ con Daniel Defoe, el autor de Robison Crusoe. Piñera no es el paradigma del estadista culto y cauto que desearían algunos. Es un pragmático capaz de votar NO en el plebiscito sobre la permanencia de Pinochet, pero de defender al “senador” cuando fue detenido en Londres por orden del juez Garzón.

Quiere que Chile crezca, sin duda, pero se tendría que preguntar qué significa eso, en concreto. Puede implicar que crezca la economía pero a la vez la desigualdad (actualmente, el 10% más rico gana 27 veces más de lo que gana el 10% más pobre). Puede implicar que crezcan las oportunidades de educarse y también las deudas de quienes aspiran a ello. Puede querer decir que, como dicen sus detractores, la segregación solapa continúe.

Todo eso fue, en gran medida, Pinochet. Por eso la izquierda se lo enrostra, además de recordarle que el tema de los derechos humanos no es negociable. Bachelet procuró exorcizar hasta donde pudo ese fantasma; Piñera, aunque no lo quiera o lo quiera a medias, tendrá que seguir esa ruta. Y aplacar a esos nostálgicos que, todavía, el día de su triunfo llevaron a una estatua, blanca y con banda presidencial, del dictador a las celebraciones.

Como si el tiempo no hubiera pasado y como si Chile no mereciera moverse, con decencia y prudencia, hacia la izquierda o la derecha, sin que sus ciudadanos sientan que el espectro de la falta de democracia continúa rondando sin descaso.


Escrito por

Ramiro Escobar

Periodista. Especializado en temas internacionales y ambientales.


Publicado en

Kaleidospropio

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